Bienvenido a mi día a día y a mi escondite. Aquí encontrarás historias, reflexiones y un poco de todo lo demás, salpicado con motas de alegría y supervivencia.

jueves, 26 de septiembre de 2013

Nada

    Miró por la ventana.
    Sentada cómodamente en la pequeña butaca de color granate que compró hace ya bastante tiempo en una diminuta tienda de muebles local, Francesca observaba distraída el paisaje que se divisaba al otro lado del grueso cristal. Una nube gris y compacta parecía acercarse poco a poco al edificio, desafiando al radiante sol que brillaba intensamente e iluminaba toda la ciudad, intentando transmitir a sus desgraciados habitantes una pizca de felicidad y optimismo. Al ver llegar el nubarrón, la muchacha sonrió para sí, agradecida. Ya era hora de que alguien se diera cuenta de que el maravilloso clima del que llevaba gozando el país ya varios días, era, cuanto menos, hipócrita. Al igual que la familia "feliz" que pasaba en ese momento cerca de la ventana de Francesca. Todos sonreían, incluso los padres, y comentaban lo que había ocurrido en su tediosos día. Por mucho que fingieran ser las personas más alegres del mundo, no podían engañar a una erudita como Francesca. Ella defendía hasta la muerte la teoría de que nadie es feliz. Ni feliz, ni satisfecho de sí mismo, ni tiene ganas de vivir. Y si dice serlo, no es sino un triste mentiroso, aún más amargado que sus deprimidos compatriotas.
     Francesca sacudió ligeramente la cabeza con desprecio y dirigió una vez más su vista al cielo. El gigantesco nubarrón ya casi estaba encima de su edificio y comenzaba a dejar escapar algunas gotas traviesas. De nuevo, la muchacha no pudo sino cuestionarse cómo era tanta falsedad posible. Y tanta estupidez, para el caso. Fuera a donde fuera, las calles estaban llenas de carteles con eslóganes que invitaban a la alegría, y por supuesto de familias tan contentas como la que acababa de ver. ¿Cómo va a ser alguien feliz en este mundo tan lleno de injusticias? Solo por respeto hacia los que no tienen nada deberíamos estar solemnes y serios constantemente, pensó la joven. Además, queda la pregunta de qué significa ser feliz en realidad. Para Francesca, la felicidad no era sino una idea manipulada para animar a los estúpidos a comprar, como si la satisfacción con uno mismo se pudiera pagar con algo tan sucio como el dinero. Para Francesca, la felicidad no existía.
    Ella prefería sus canciones melancólicas, sus tragedias griegas y sus problemas del día a día. No solía sonreír, pues quería destacar. Quería demostrar al mundo, sí a ese mundo falso que la rodeaba, y del que, aunque muy a su pesar,  también formaba parte, que no era igual a todos los clones que se veían por la calle, desfilando para enseñar su suerte a los demás, para intentar convencerse a sí mismos de que albergaban al menos una pizca de amor propio. Encerrada en su cuarto con la ventana como único contacto con el mundo exterior, Francesca era una verdadera rebelde.
    Al menos, eso quería ser; pero, ¿para qué salir fuera y mezclarse con la gente? ¿Con esa gente? Nunca se había atrevido a salir de la ciudad. Bastante tenía con aguantar a sus compañeros, supuestos amigos, profesores, y toda persona que se acercara mínimamente a ella. Sin embargo, quería hacer algo, algo grande. Sí, desde luego. Francesca tenía un plan, ¡un plan maestro digno de ser admirado! Y cuando lo pusiera por fin en práctica, el mundo exterior se daría cuenta de su talento y dejarían de ser felices para unirse a ella en una vida de reflexión y amargura razonada, que, por supuesto, era lo ideal.
     Entonces, toda la gente que la rodeaba podría, al menos, avistar la verdad, esa cruel y fría realidad que torturaba cada día a la humanidad. Pese a todo, Francesca conocía a personas que se decían felices, que disfrutaban de la vida tal y como llegaba (¡cómo se atrevían!), que no eran falsos felices, sino verdaderos satisfechos sin preocupaciones. Eran imbéciles. Refugiada en su cuarto, Francesca despreciaba a todos y cada uno de sus conocidos, sabiéndose superior, pero especialmente a estos últimos, ni siquiera dignos de una mirada suya. Francesca era única.
    Pero el mundo no lo veía, ni siquiera lo intuía. Eso tenía que cambiar; y el cambio estaba cerca, muy cerca. Tal vez demasiado cerca. Con un suspiro, la muchacha se levantó, se volvió a sentar haciéndose una bola en su pequeño sillón que usaba como refugio y escondite del panorama al otro lado del cristal. Pensó en su plan maestro y en cuándo lo pondría en práctica. Sutil y delicada, una lágrima cristalina se deslizó por su mejilla lentamente.
    Miró por la ventana
  

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