Hacía muchísimo
frío. La niebla cubría el paisaje a mi alrededor, dejándome desorientada y aún
más perdida de lo que ya estaba. Tenía los músculos entumecidos y con cada paso
que daba un grito de dolor intentaba desesperadamente salir por mi garganta.
Apenas podía evitar la tentación de volver al amparo del gigantesco horno que
calentaba la sala central de la fábrica. Era negro como la noche más oscura,
ardiente como la lava que surgía de las montañas de fuego y, pese a la gran cantidad de accidentes
mortales que había provocado, siempre estaba rodeado de trabajadores exhaustos
que, al igual que yo, pasaban diez horas al día trabajando en ese templo a la
supervivencia y a la explotación que constituía la Prensadora de Metales.
Muchos no cobraban la miseria que les habían prometido ni tenían fuerzas para
regresar a casa cada domingo y poder ver a sus desnutridas familias.
Sus hijos se
perdían pidiendo un mendrugo de pan por las calles; desaparecían persiguiendo
una chispa de esperanza, un deseo que nunca llegaba a cumplirse, pues los
únicos dispuestos a dar comida a niños hambrientos no eran más que traficantes
de droga o mercenarios ilegales que buscaban víctimas inocentes para realizar
su trabajo, o sus propios hijos tendrían que salir a mendigar para ser atrapados
por la competencia, utilizados, maltratados y, tras años de tanto sufrimiento y
extenuación que sus frágiles cuerpos no podrían cargar un solo gramo más sin
caer rendidos ante el esfuerzo, serían asesinados sin miramientos y sustituidos
por nuevos desgraciados.
No tenía otra
opción. Debía salir de este maldito mundo de dolor, crueldad y agotamiento. Yo
ya había sufrido bastante y, si conseguía llegar a mi destino antes del
amanecer, Luna no tendría que sufrir nada. Era lo mínimo que le debía a mi
hermana, que había sacrificado su vida por que la pequeña tuviera un futuro
digno y feliz, lejos del distrito y lejos de nuestra miserable historia. Mara
habría cumplido 22 años en Febrero si no hubiera muerto durante el parto, que
duró casi cinco horas. Al enterarse del incidente, el padre de la niña huyó sin
soltar un solo céntimo para su hija recién nacida y sin siquiera conocer el
nombre de la criatura. Yo estaba en la habitación con Mara, ayudando a la
comadrona y desgarrándome por dentro cada vez que mi hermana chillaba algo
incomprensible para luego volver a los sollozos típicos de la desesperación. De
todos los sonidos devastadores que recorrieron ese día el edificio, solo logré
entender un agonizante “sácala de aquí”.
Mara, que
siempre había estado a mi lado, ayudándome con todos mis ridículos problemas,
soportando toda la presión de hacerse cargo de mí, y sacarnos adelante a las
dos. Mara, que nunca se rendía, estaba allí, tumbada sobre el colchón de paja,
como una muñeca rota que no se podría arreglar ni por arte de magia, pidiéndome
que salvara a su hija de un destino como el suyo. ¿Cómo iba a decirle que no?
¿Acaso no quería yo lo mismo para la preciosa Luna, que había firmado antes de
nacer una sentencia que la condenaba a la misma desdicha que su ingenua madre?
Claro que lo quería. Así que, sin vacilar un solo momento, apreté la mano
helada de mi hermana y asentí firmemente con la cabeza. Cuando murió, cinco
minutos después de mi estrambótica promesa, me di cuenta de que yo ya no tenía
nada que perder, pero sí algo por lo que luchar. Luna.
Luna era lo
único que tenía de mi hermana, y sobre todo era lo único por lo que merecía la
pena salir adelante en este mundo de horrores. Si conseguía llegar a la
frontera antes de la primera luz del alba, un coche antiguo estaría esperándome
en la verja, y su conductor, al que ya había pagado con absolutamente todos mis
ahorros y escasas posesiones, me llevaría a la capital, donde ya tenía
asegurado un modesto puesto de trabajo en una
pequeña escuela. Las preparaciones del viaje habían durado más de dos
años, de manera que Luna ya podía andar y era consciente del peligro de nuestra
huida.
Fue ella la que
me sacó de mis tristes divagaciones con un fuerte tirón en la manga para
señalarme un vehículo destartalado al lado del cual un hombre viejo y con
aspecto desaliñado se estaba fumando un cigarrillo. La alegría que me inundó
por dentro en ese momento fue tal que llegué a creer que la imagen era objeto
de mi imaginación, de mi desesperación por salir de allí. Pero cuando el hombre
se acercó a nosotras y nos sentamos en los asientos traseros del coche, supe
con seguridad que ya habíamos escapado, y, abrazando a Luna mientras los ojos
se me llenaban de lágrimas de euforia, sentí por primera vez desde la muerte de
Mara una sensación de alivio que me recorrió de la cabeza a los pies.
Había cumplido
mi promesa.
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