Pues eso. Que no siempre se puede controlar todo. Que a
veces a la vida le da igual lo que tengamos pensado y da un vuelco inesperado.
Que nunca llevamos a cabo nuestros planes como habíamos decidido. Que pueden
salir mejor o salir peor, pero eso ya no está a nuestro alcance. Pues eso.
Yo querría
haber ido a Cambridge a estudiar Derecho. Tenía pensado hacer un Master en la
London School of Economics y empezar a trabajar en un bufete de abogados de
vuelta a España, mientras cultivaba mi relación con la maravillosa Ágata, que
aún no se había percatado de mi existencia pero que lo haría dentro de poco.
Estaba seguro. Lo tenía todo bajo control.
Cariño, no
es más que una revisión rutinaria. No te preocupes. Cariño, puede que haya dado
positivo, pero seguramente sea un tumor benigno. No te preocupes. Cariño, se
está expandiendo por el pulmón derecho pero te lo van a sacar pronto y mientras
tanto tendrás que vivir en el hospital, donde estarás mejor atendido. No te
preocupes. Cariño, las células cancerígenas están peligrosamente cerca de tu
corazón y no reaccionas bien a la quimioterapia, pero ya lo solucionaremos. No
te preocupes. Cariño, no tienes ni un diez por ciento de probabilidades de
salir de esta, pero eres muy fuerte y todos confiamos en ti. No te preocupes.
Cariño, te vas a morir en un mes. Preocúpate.
Punto y
final. Mis sueños, mis planes, mis miedos, mis deseos, mis aspiraciones, todo
se fue a pique en el momento en el que mi madre entró en mi habitación con el
doctor Martínez. Ella tenía los ojos llorosos y le temblaba la voz, mientras
que el médico parecía haberse aprendido de memoria el ridículo discurso que
pronunció a continuación. Bua, como si me importara lo más mínimo.
Bueno,
tenía diecisiete años y un tumor gigante dentro, pero me también la
vitalidad necesaria como para saber que
si solo me quedaba un mes de vida no me lo podía pasar deprimido en una cama
asquerosamente blanca en un hospital asquerosamente limpio. Así que me puse a
pensar qué podría hacer. ¿Escalar el Everest? No, apenas podía levantarme de la
cama sin tener que volver a sentarme enseguida por el cansancio. ¿ Mudarme al
Caribe? Muy improbable. ¿Comprarme todos los skates que me gustaban? Casi que
tampoco. ¿Aprender italiano, la lengua más bonita del mundo? Algo más posible,
pero no. ¿Tocar el violín hasta que me sangrasen los dedos? Factible. ¿Reventar
a base de brownies? Aceptable. ¿Montarme en todas las montañas rusas de España?
Atractivo. ¿Despedirme de toda la gente a la que quiero? Perfecto.
Y tras este
corto razonamiento cogí papel y lápiz y comencé a escribir una lista con los
nombres de todas las personas con las que querría hablar. Mis padres, mi
hermana, mis abuelos, tíos, primos, David, mis demás amigos, algunos
profesores… intenté reducir un poco el número de gente, pero aún así tocaba a
más de tres por día. Bah, qué más daba; tampoco es que tuviera nada más qué
hacer. Al lado de cada nombre anoté lo que más me gustaba de cada persona. Por
ejemplo, optimismo para mi abuela, sinceridad para mi padre y valor para mi
madre. Algunas veces me fue bastante difícil decidirme por una sola cualidad y
llegué a apuntar hasta cinco virtudes (mi amigo Jaime), pero conseguí no
escribir más de dos o tres para la mayoría.
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