Bienvenido a mi día a día y a mi escondite. Aquí encontrarás historias, reflexiones y un poco de todo lo demás, salpicado con motas de alegría y supervivencia.

jueves, 5 de septiembre de 2013

Sigue nadando, sigue nadando (I)

Siempre me ha disgustado la sequedad del aire de mi país. En Méjico apenas hay oxígeno para todos  y el calor hace que la respiración sea aún más difícil. Además del dinero, la educación, la salud y la honestidad, el aire limpio escasea y hasta los niños más pequeños parecen luchar con uñas y dientes por un solo soplo de brisa. El ondear de las hojas de las palmeras es, aparte de una señal de que la época de cultivos se acerca, un símbolo de libertad, pues al menos los árboles pueden moverse y agitarse sin que nadie les controle.

En mi país siempre hay alguien mirando, observando, tratando de pillarte con las manos en la masa cometiendo algo ilegal. Son soplones de la pasma, como decía el cantautor español Joaquín Sabina, que necesitan dinero a toda costa. Pero los traficantes son bastante más ricos que la policía y ofrecen recompensas a los que desvíen la atención de ellos señalando a pequeños delincuentes, cuyo único delito consista probablemente en robar una barra de pan. Los peces gordos siempre son los últimos en caer.

Por eso y por muchas otras razones decidí huir. Llevaba cinco años trabajando en una empresa de viajes como limpiadora y había reunido suficiente dinero como para pagar a un coyote que me llevara sana y salva a Texas. Mis padres también habían querido salir de Méjico, pero por unos motivos y otros no les había sido posible. Mi plan era trabajar como enfermera en un hospital cercano a la frontera  e ir pasando a toda mi familia una vez que tuviera el dinero suficiente para ello. Había aprendido el oficio de mi madre desde que no era más que una niña y contaba desde hacía apenas un mes con el título de enfermería de la Escuela Oficial de Formación Profesional de Monterrey, es decir que encontrar trabajo no debería ser un problema.

Salí de mi cochambroso apartamento el uno de Abril a las tres y media de la madrugada llevando solo una pequeña mochila a la espalda. Dado que la mitad de “mis” pertenencias no eran en realidad mías, sino préstamos de familiares y amigos, no me había resultado muy difícil decidir que llevar conmigo en el viaje. Además, seguro que en cuanto empezara a ganar dinero podría comprarme todo lo que quisiera. Estaba lista para vivir el sueño americano.

Mi coyote era un hombre joven, corpulento y no muy agraciado que dijo llamarse Manuel. Ya estaba rodeado por un séquito de muchachos nerviosos y muchachas asustadas que, como yo, se habían convertido por unos días en pollos indefensos en manos de nuestro guía. Éste último pidió silencio con la mano y nos hizo un ademán para que le siguiéramos. Caminamos durante casi cuatro horas sin pronunciar una sola palabra, escuchando perfectamente el sonido de nuestra entrecortada respiración. El único que parecía estar tranquilo y en su salsa era Manuel, que se giraba de vez en cuando y nos miraba sonriente, como si se estuviera burlando de nuestro miedo.

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