Siempre me ha disgustado la
sequedad del aire de mi país. En Méjico apenas hay oxígeno para todos y el calor hace que la respiración sea aún
más difícil. Además del dinero, la educación, la salud y la honestidad, el aire
limpio escasea y hasta los niños más pequeños parecen luchar con uñas y dientes
por un solo soplo de brisa. El ondear de las hojas de las palmeras es, aparte
de una señal de que la época de cultivos se acerca, un símbolo de libertad,
pues al menos los árboles pueden moverse y agitarse sin que nadie les controle.
En mi país siempre hay alguien
mirando, observando, tratando de pillarte con las manos en la masa cometiendo
algo ilegal. Son soplones de la pasma, como decía el cantautor español Joaquín
Sabina, que necesitan dinero a toda costa. Pero los traficantes son bastante
más ricos que la policía y ofrecen recompensas a los que desvíen la atención de
ellos señalando a pequeños delincuentes, cuyo único delito consista
probablemente en robar una barra de pan. Los peces gordos siempre son los
últimos en caer.
Por eso y por muchas otras
razones decidí huir. Llevaba cinco años trabajando en una empresa de viajes
como limpiadora y había reunido suficiente dinero como para pagar a un coyote
que me llevara sana y salva a Texas. Mis padres también habían querido salir de
Méjico, pero por unos motivos y otros no les había sido posible. Mi plan era
trabajar como enfermera en un hospital cercano a la frontera e ir pasando a toda mi familia una vez que
tuviera el dinero suficiente para ello. Había aprendido el oficio de mi madre
desde que no era más que una niña y contaba desde hacía apenas un mes con el
título de enfermería de la Escuela Oficial de Formación Profesional de
Monterrey, es decir que encontrar trabajo no debería ser un problema.
Salí de mi cochambroso
apartamento el uno de Abril a las tres y media de la madrugada llevando solo una
pequeña mochila a la espalda. Dado que la mitad de “mis” pertenencias no eran
en realidad mías, sino préstamos de familiares y amigos, no me había resultado
muy difícil decidir que llevar conmigo en el viaje. Además, seguro que en
cuanto empezara a ganar dinero podría comprarme todo lo que quisiera. Estaba
lista para vivir el sueño americano.
Mi coyote era un hombre joven,
corpulento y no muy agraciado que dijo llamarse Manuel. Ya estaba rodeado por
un séquito de muchachos nerviosos y muchachas asustadas que, como yo, se habían
convertido por unos días en pollos indefensos en manos de nuestro guía. Éste
último pidió silencio con la mano y nos hizo un ademán para que le siguiéramos.
Caminamos durante casi cuatro horas sin pronunciar una sola palabra, escuchando
perfectamente el sonido de nuestra entrecortada respiración. El único que
parecía estar tranquilo y en su salsa era Manuel, que se giraba de vez en
cuando y nos miraba sonriente, como si se estuviera burlando de nuestro miedo.
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