Bienvenido a mi día a día y a mi escondite. Aquí encontrarás historias, reflexiones y un poco de todo lo demás, salpicado con motas de alegría y supervivencia.

domingo, 8 de septiembre de 2013

La estafa (I)

    Me despierto con el agobiante y misteriosamente cercano pitido de un claxon de camión. Medio mareada, abro los ojos poco a poco y tiento el interruptor de mi lamparita de noche. La luz tenue que tanto me suele gustar parece clavárseme en los ojos y me obliga a cerrarlos de nuevo. A ciegas, conecto el móvil y la melodía de mi alarma empieza a sonar a todo volumen. Una vez recuperados todos mis sentidos consigo apagarla y me doy cuenta de que ya son las ocho y media. No está mal.
    Bueno, hoy es el día. Llevo dos meses esperando este momento y he imaginado miles de veces todo lo que podría suceder. Creo que conozco todas las formas posibles de arruinar mi futuro, pero también cómo evitar que esto ocurra. En fin, eso espero. Al subir la persiana me percato de la enorme cantidad de ropa desparramada encima de la silla de mi escritorio; debería haberlo recogido todo ayer pero gracias a los nervios se me olvidó por completo. Afortunadamente la falda negra parece estar en la superficie del montón y la rescato con facilidad. Acabo de levantarme, así que tardo más de cinco minutos en abrocharme los botones de la blusa que me regaló mi madre especialmente para que la estrenara hoy y corro a la cocina a desayunar.
    Rápidamente, me preparo un café con leche y unas siete cucharadas de azúcar y engullo un para de galletas. Por favor que no se me manche nada, pienso, y Dios sabe cómo, lo consigo. Después de lavarme los dientes, la cara y todo lo lavable que quede me calzo con mucha dificultad los stilettos negros que, cómo no, también me compró mi madre. Nada más ponerme de pie me caigo y refunfullo con rabia. Odio llevar tacones, y faldas, para el caso; pero como "la ocasión lo exige y así daré una mejor impresión y bla bla bla..." no me queda otra opción.
   Suelto un par de tacos pero consigo ponerme en pie y alcanzar el armarito donde guardo mis llaves. Las meto en la cartera junto con el currículum y el resto de información absurda que me obligan a llevar y salgo a la calle.
   Es un día cálido de Septiembre y una agradable brisa de viento me trae el olor de los pasteles de la panadería más cercana. Debería haber desayunado más. Avanzo un par de metros y veo por el rabillo del ojo mi reflejo en un escaparate. Comparada con mis pintas habituales, no estoy nada mal. Llevo el pelo suelto, liso y parece más rubio de lo normal. Los labios me brillan ligeramente y mi reloj de muñeca plateado no tiene nada que envidiar a los Rolex de la tienda en cuyos cristales me estoy observando. Sinceramente, tengo aires de profesionalidad. Yo me contrataría.
   Suelto una carcajada ante mi último pensamiento y de repente me doy cuenta de que no estoy casi nerviosa. Solo quedan quince minutos para la entrevista y probablemente ya debería estar en el bufete, esperando impaciente a que me llamen. Pero en lugar de eso me encuentro a dos manzanas, caminando alegremente, más tranquila de lo que he estado en semanas y sonriendo ante la visión de un joven guapísimo que pasa canturreando por la acera de enfrente. Lleva puesto un traje con corbata tan elegante como mi falda negra, sin embargo, al contrario que yo, parece rebosar de naturalidad y optimismo. Yo me siento disfrazada.
    Sacudo la cabeza e intento convencerme a mí misma de que no, eso está mal, no estoy disfrazada, esta soy la nueva yo, la nueva Miranda; la nueva Miranda ha dejado los vaqueros rotos con botas militares de lado y ahora lleva faldas de tubo con tacones altos que le sientan genial y le hacen parecer profesional y experimentada, porque la nueva Miranda es muy profesional y experimentada. Obviamente.
   Sigo caminando sin prisa hasta que estoy enfrente del edificio del bufete. Lo pone bien claro en el telefonillo, sí, sí, al lado de "7º A". Uf, respiro hondo y llamo al timbre. A los dos o tres pitidos una voz de mujer estresada pregunta mi nombre.
- Miranda Herrero, tengo una entrevista con el señor- ¿cómo se llamaba?- ... Diéguez a las nueve y media.
    La escucho ojear unos papeles y responde rápidamente con un cortante "Pase".
    Empujo la pesada puerta del portal y me dirijo al ascensor, pero por más que apriete el botón no viene, ni se ilumina ninguna lucecita como sucede en el de mi piso. Poco a poco, los nervios se van apoderando nuevamente de mí. A falta de otra opción, decido subir los siete pisos de escaleras y acabo cansadísima, además de con una horrible sensación de inquietud en el estómago.
    Al llegar a mi destino, la señora mayor a la que debía pertenecer la voz que me atendió antes me abre la puerta. Lleva un cartelito con su nombre en la chaqueta: "Adela Martínez".  Entre lo encorvada que está ella y mis zapatos nuevos, le saco dos cabezas. Me mira escéptica de arriba a bajo, pero al final parezco gustarle, porque me obsequia con una media sonrisa y me conduce hacia una amplia sala repleta de sillones.
- Espere aquí, por favor, enseguida vendrá el señor Diéguez.
    Le doy las gracias y observo detenidamente la habitación. Aparte del comodísimo sofá que estoy probando ahora mismo, hay otros cuatro butacas de cuero y un sillón giratorio. La pared de enfrente es prácticamente un ventanal con vistas a Serrano, una de las calles más exclusivas de Madrid. A mi alrededor cuelgan cuadros  de Picasso, Goya y uno de artista indefinido, aunque intuyo que es obra de Pollock. Al lado de una mesita con orquídeas y otras flores preciosas, se esconde un discreto tocadiscos que no parece estar en su mejor momento, pues ha perdido todo el brillo y el enorme disco negro está cubierto de polvo. Me pregunto qué tipo de música será. Disimuladamente me acerco y me inclino todo lo que puedo para leer el título, pero al soplar el polvo me da un ataque de tos y regreso a mi confortable e inofensivo sofá entre carraspeos para nada femeninos.
   Antes de que pueda recuperarme, suena el timbre y Adela se apresura a abrir la puerta. Sin que ella tenga que decir nada, escucho perfectamente como una seductora voz de hombre se disculpa por el retraso y se presenta como Gabriel Pegan, o tal vez Perrin, porque tiene un ligero acento francés. En fin, espero que no tenga muchas posibilidades para conseguir el puesto, porque yo definitivamente lo necesito.
    Me siento todo lo derecha que puedo para dar impresión de confiada, como si ya supiera que me van a contratar. Pero toda mi fachada se derrumba cuando veo entrar al mismo chico que vi antes en la calle, solo que ahora tiene un ligero rubor en las mejillas tras subir todos los pisos de escaleras y está aún más atractivo, si cabe. Para colmo, se me acerca con una sonrisa que muestra dos filas perfectas de dientes perfectos y me tiende una mano perfecta repitiendo su nombre.
  - En.. Encantada.

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