Héctor llegó a nuestro centro un
caluroso día de Julio a la hora de la siesta. Mejor dicho, Héctor fue
arrastrado a nuestro centre un caluroso día de Julio a la hora de la siesta.
Era un chico muy moreno, menudo, con un ojo morado y los brazos llenos de cortes
“accidentales”. Pese a la falta de fuerzas y al agotamiento causado por el
largo viaje en la cochambrosa furgoneta que los municipales utilizaban para
este tipo de niños… problemáticos, el joven no dejó de patalear y
lanzar puñetazos a diestro y siniestro hasta que los guardias de la entrada
lograron atarlo a una silla de mi despacho.
A primera vista, lo único que hubiera
infundido Héctor a cualquiera con dos dedos de frente era miedo; miedo y
resignación, pues se veía a la lengua que no era más que un caso perdido, otro
de los muchos niños que llegaban a nuestro centro con menos de catorce años y
salían al alcanzar la mayoría de edad para ingresar en una cárcel a los pocos
meses. Pero yo vi otra cosa, algo que me llamó la atención mucho más que los numerosos
moratones de inquietante tamaño que le cubrían de la cabeza a los pies, o que
el tatuaje infectado que rodeaba su pantorrilla izquierda, o incluso más que la
colección de piercings que adornaban su deformada boca, dándole un aspecto aún
más macabro si cabe.
Me fijé en sus ojos, esos penetrantes pozos
negros que parecían analizar instantáneamente cada detalle que ocurría a su
alrededor. Además de agresividad, coraje, fuerza y tristeza, percibí en ellos
un destello de esperanza, de voluntad para cambiar. Había algo en él que se
arrepentía de los delitos que había cometido y estaba dispuesto a convertirse
en una persona honesta y de buen corazón. Pero lograr que esa minúscula chispa
de color venciera sobre el resto de su
carácter desafiante no iba a ser tarea fácil.
Comenzamos con los ejercicios
habituales: deporte en el gimnasio del centro y en la piscina, escultura y
música. Los psicólogos que habíamos contratado hacía ya años insistían en que
gracias a esta serie de actividades los muchachos podrían liberar tensiones y
conseguirían expresar lo que sentían, por mucho que quisieran ocultar sus
emociones y mostrarse al mundo como bestias sin corazón. Pese a mi escepticismo
inicial por la idea de contar con profesionales de este tipo, debía reconocer que
el programa que habían diseñado solía dar muy buenos resultados en la mayoría
de los chavales. Pero no sucedió lo mismo con Héctor. Desde el primer día, su
estancia en el centro de integración estuvo marcada por la violencia y la
negación. Nunca quería hacer absolutamente nada de lo que se le proponía y
arremetía contra toda persona que tratase hacerle entrar en razón. Durante una
de sus primeras sesiones de natación, el joven intentó ahogar a dos de sus
compañeros y golpeó al monitor cuando le obligaron a salir de la piscina.
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