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jueves, 5 de septiembre de 2013

Un destello de esperanza (I)

Héctor llegó a nuestro centro un caluroso día de Julio a la hora de la siesta. Mejor dicho, Héctor fue arrastrado a nuestro centre un caluroso día de Julio a la hora de la siesta. Era un chico muy moreno, menudo, con un ojo morado y los brazos llenos de cortes “accidentales”. Pese a la falta de fuerzas y al agotamiento causado por el largo viaje en la cochambrosa furgoneta que los municipales utilizaban para este tipo de niños… problemáticos, el joven no dejó de patalear y lanzar puñetazos a diestro y siniestro hasta que los guardias de la entrada lograron atarlo a una silla de mi despacho.

 A primera vista, lo único que hubiera infundido Héctor a cualquiera con dos dedos de frente era miedo; miedo y resignación, pues se veía a la lengua que no era más que un caso perdido, otro de los muchos niños que llegaban a nuestro centro con menos de catorce años y salían al alcanzar la mayoría de edad para ingresar en una cárcel a los pocos meses. Pero yo vi otra cosa, algo que me llamó la atención mucho más que los numerosos moratones de inquietante tamaño que le cubrían de la cabeza a los pies, o que el tatuaje infectado que rodeaba su pantorrilla izquierda, o incluso más que la colección de piercings que adornaban su deformada boca, dándole un aspecto aún más macabro si cabe.

 Me fijé en sus ojos, esos penetrantes pozos negros que parecían analizar instantáneamente cada detalle que ocurría a su alrededor. Además de agresividad, coraje, fuerza y tristeza, percibí en ellos un destello de esperanza, de voluntad para cambiar. Había algo en él que se arrepentía de los delitos que había cometido y estaba dispuesto a convertirse en una persona honesta y de buen corazón. Pero lograr que esa minúscula chispa de color  venciera sobre el resto de su carácter desafiante no iba a ser tarea fácil.

Comenzamos con los ejercicios habituales: deporte en el gimnasio del centro y en la piscina, escultura y música. Los psicólogos que habíamos contratado hacía ya años insistían en que gracias a esta serie de actividades los muchachos podrían liberar tensiones y conseguirían expresar lo que sentían, por mucho que quisieran ocultar sus emociones y mostrarse al mundo como bestias sin corazón. Pese a mi escepticismo inicial por la idea de contar con profesionales de este tipo, debía reconocer que el programa que habían diseñado solía dar muy buenos resultados en la mayoría de los chavales. Pero no sucedió lo mismo con Héctor. Desde el primer día, su estancia en el centro de integración estuvo marcada por la violencia y la negación. Nunca quería hacer absolutamente nada de lo que se le proponía y arremetía contra toda persona que tratase hacerle entrar en razón. Durante una de sus primeras sesiones de natación, el joven intentó ahogar a dos de sus compañeros y golpeó al monitor cuando le obligaron a salir de la piscina.

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