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jueves, 5 de septiembre de 2013

Un destello de esperanza (II)

  Como la encargada del bienestar del chico y de sus progresos, me desesperé. No se me ocurría qué hacer para lograr entender quién era en realidad Héctor y que podíamos hacer nosotros para que cambiase. Decidí probar todas las actividades que ofertaba el centro con él. A excepción de la clase de hípica, durante la cual consiguió clavarle un afilado palo de madera al pobre caballo, se mostró pasivo e impasible en el resto de ejercicios, como si todo le resultara tan banal que decidía no malgastar su tiempo en tales tonterías. 


  Viendo la resignación del resto del equipo de coordinadores, una tarde visité a Héctor en su habitación. Había esperado ver a un niño asustado, enfadado, renegando del mundo; pero me encontré a un joven adulto, sentado tranquilamente a la mesa, dibujando con exactitud la pequeña planta que adornaba el alféizar de su ventana. 



  Al lado del boceto había una detallada descripción de las características de vegetal (que pude observar de reojo justo antes de que el joven se percatara de mi presencia y recogiera los papeles con un movimiento brusco). Sin inmutarme le arrebaté las hojas de las manos y encontré lo que jamás habría imaginado: una larguísima recopilación de datos y dibujos de árboles, hierbas, arbustos, setas, cactus y flores. Lejos de lo que todos habíamos supuesto, la caligrafía de Héctor no era deforme y fea, sino suave y delicada, y su trabajo irradiaba una dedicación propia de alguien que disfruta de verdad con lo que hace.



  Sin saber muy bien cómo reaccionar, el joven optó por quedarse callado y mirar al suelo, rojo de vergüenza, pensando (por algún motivo que no consigo entender) que iba a ser castigado por su hazaña. Pero al ver la sonrisa que se iba dibujando poco a poco en mi cara, el muchacho pareció relajarse y me miró interrogante, como diciendo: “¿Te gusta?”. Yo asentí una sola vez con la barbilla y le mandé a cambiarse de ropa. Diez minutos después estábamos en mi coche, camino al jardín botánico más grande de la zona, plagado de secuoyas y demás especies vegetales


  El entusiasmo que transmitían los ojos de Héctor era de otro mundo, no tenía precio. Soltaba gritos de sorpresa, saltos de alegría y trataba de anotar toda la información que podía en un pequeño cuaderno de bolsillo que habíamos encontrado en la conserjería de nuestro centro. Yo le observaba feliz, pues había encontrado la llave para entrar en el corazón del joven; lo único que le emocionaba: la botánica.



  A partir de ese momento, Héctor se dedicó por entero a las plantas y sus propiedades; recibía clases de un profesor de la mejor universidad de la ciudad, que no contaba más que maravillas de su alumno, y se convirtió en un chico calmado, responsable y vivaracho. Cuando, hace algunos años, vino a visitarnos como un renombrado biólogo, galardonado con numerosos premios, me di cuenta de que no hay nadie, ni una sola persona, sin salvación. Todos tenemos virtudes escondidas en nuestro interior y el verdadero triunfo de la vida es conseguir que salgan e iluminen a nuestros seres queridos como nos iluminan a nosotros. Todos contamos con ese ínfimo destello de esperanza que vi en Héctor la primera vez que le miré a los ojos. Y todos podemos convertirlo en una exhibición de fuegos artificiales.

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