Bienvenido a mi día a día y a mi escondite. Aquí encontrarás historias, reflexiones y un poco de todo lo demás, salpicado con motas de alegría y supervivencia.

jueves, 10 de octubre de 2013

Fin

    Tiene calor.
    Diego se seca el sudor de la frente con una mano y sigue avanzando por la concurrida avenida de los cerezos. Ahora que se fija, todo el mundo a su alrededor va acompañado. Menos él mismo, claro. Todos van en parejas o pequeños grupos, incluso se ve una aglomeración de gente a lo largo de la calle. Probablemente sea una manifestación. Bah, como si a alguien le importaran sus estúpidas protestas. Los transeúntes parecen felices, preocupados, tristes, enfadados, emocionados, nerviosos... parecen personas reales con alegrías y problemas que solucionar. Personas que sienten, y que sufren. Pero su sufrimiento no está justificado, a diferencia que el de Diego. Sabiéndose mejor que los demás, los mira con indiferencia y una pizca de compasión. Sí, tiene que admitirlo, le dan pena; sobre todo porque sabe que él antes también era así. Era un mero envase vacío: comía, bebía, dormía, estudiaba, ¿para qué? ¿Qué ganaba con eso? Nada, rien, اللا وجود. Ahora sí que valía para algo, tenía una función, un sentido en la vida, ¡un sentido importante! Cada día se alegraba más de haber conocido a Marcos. 
     Había sido un chico corriente, como él, pero decidió entrar en la fundación junto con su novia hacia ya más de cinco años. Diego le conoció en un parque, mientras paseaba a su antiguo perro, Dufo. Qué nombre más estúpido para un perro. Dufo. ¿Cómo había podido ser tan imbécil? Gracias a Marcos ya no es así. Se alisa la camisa, palpando suavemente el complicado mecanismo que lleva debajo. Nota cada esquina, cada tubo, cada cable. Sigue el camino de los alambres poco a poco, hasta llegar a su manos derecha, donde tiene el botón. Lo acaricia con suavidad, es su mayor tesoro, su salvación.
    Y de las cien personas que estén a su alrededor cuando llegue el momento. Marcos no vendrá, ni su novia, cuyo nombre ya ni siquiera recuerda. Ahora sólo puede pensar en un nombre, el de Dios. Sabe que está orgulloso de él, de sus progresos. ¿Y qué mejor final que el de un mártir? Ninguno. Se convertirá en ídolo, en profeta, en tótem. Será adorado y respetado durante muchas generaciones, otros seguirán sus pasos, será un ejemplo para ellos.
   Tiene calor.
   Está sudando mucho, se acerca el momento. Respira estos últimos segundos de aire puro y baja las escaleras del metro apresurado. Espera nervioso, y, por fin, llega su tren. Se monta en el vagón más concurrido y espera a llegar al túnel planeado. Cierra los ojos y murmura una última oración para pulsar con suavidad el botón que lleva un año llamándole a gritos.
    Fin.


 

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