Bienvenido a mi día a día y a mi escondite. Aquí encontrarás historias, reflexiones y un poco de todo lo demás, salpicado con motas de alegría y supervivencia.

jueves, 26 de septiembre de 2013

Nada

    Miró por la ventana.
    Sentada cómodamente en la pequeña butaca de color granate que compró hace ya bastante tiempo en una diminuta tienda de muebles local, Francesca observaba distraída el paisaje que se divisaba al otro lado del grueso cristal. Una nube gris y compacta parecía acercarse poco a poco al edificio, desafiando al radiante sol que brillaba intensamente e iluminaba toda la ciudad, intentando transmitir a sus desgraciados habitantes una pizca de felicidad y optimismo. Al ver llegar el nubarrón, la muchacha sonrió para sí, agradecida. Ya era hora de que alguien se diera cuenta de que el maravilloso clima del que llevaba gozando el país ya varios días, era, cuanto menos, hipócrita. Al igual que la familia "feliz" que pasaba en ese momento cerca de la ventana de Francesca. Todos sonreían, incluso los padres, y comentaban lo que había ocurrido en su tediosos día. Por mucho que fingieran ser las personas más alegres del mundo, no podían engañar a una erudita como Francesca. Ella defendía hasta la muerte la teoría de que nadie es feliz. Ni feliz, ni satisfecho de sí mismo, ni tiene ganas de vivir. Y si dice serlo, no es sino un triste mentiroso, aún más amargado que sus deprimidos compatriotas.
     Francesca sacudió ligeramente la cabeza con desprecio y dirigió una vez más su vista al cielo. El gigantesco nubarrón ya casi estaba encima de su edificio y comenzaba a dejar escapar algunas gotas traviesas. De nuevo, la muchacha no pudo sino cuestionarse cómo era tanta falsedad posible. Y tanta estupidez, para el caso. Fuera a donde fuera, las calles estaban llenas de carteles con eslóganes que invitaban a la alegría, y por supuesto de familias tan contentas como la que acababa de ver. ¿Cómo va a ser alguien feliz en este mundo tan lleno de injusticias? Solo por respeto hacia los que no tienen nada deberíamos estar solemnes y serios constantemente, pensó la joven. Además, queda la pregunta de qué significa ser feliz en realidad. Para Francesca, la felicidad no era sino una idea manipulada para animar a los estúpidos a comprar, como si la satisfacción con uno mismo se pudiera pagar con algo tan sucio como el dinero. Para Francesca, la felicidad no existía.
    Ella prefería sus canciones melancólicas, sus tragedias griegas y sus problemas del día a día. No solía sonreír, pues quería destacar. Quería demostrar al mundo, sí a ese mundo falso que la rodeaba, y del que, aunque muy a su pesar,  también formaba parte, que no era igual a todos los clones que se veían por la calle, desfilando para enseñar su suerte a los demás, para intentar convencerse a sí mismos de que albergaban al menos una pizca de amor propio. Encerrada en su cuarto con la ventana como único contacto con el mundo exterior, Francesca era una verdadera rebelde.
    Al menos, eso quería ser; pero, ¿para qué salir fuera y mezclarse con la gente? ¿Con esa gente? Nunca se había atrevido a salir de la ciudad. Bastante tenía con aguantar a sus compañeros, supuestos amigos, profesores, y toda persona que se acercara mínimamente a ella. Sin embargo, quería hacer algo, algo grande. Sí, desde luego. Francesca tenía un plan, ¡un plan maestro digno de ser admirado! Y cuando lo pusiera por fin en práctica, el mundo exterior se daría cuenta de su talento y dejarían de ser felices para unirse a ella en una vida de reflexión y amargura razonada, que, por supuesto, era lo ideal.
     Entonces, toda la gente que la rodeaba podría, al menos, avistar la verdad, esa cruel y fría realidad que torturaba cada día a la humanidad. Pese a todo, Francesca conocía a personas que se decían felices, que disfrutaban de la vida tal y como llegaba (¡cómo se atrevían!), que no eran falsos felices, sino verdaderos satisfechos sin preocupaciones. Eran imbéciles. Refugiada en su cuarto, Francesca despreciaba a todos y cada uno de sus conocidos, sabiéndose superior, pero especialmente a estos últimos, ni siquiera dignos de una mirada suya. Francesca era única.
    Pero el mundo no lo veía, ni siquiera lo intuía. Eso tenía que cambiar; y el cambio estaba cerca, muy cerca. Tal vez demasiado cerca. Con un suspiro, la muchacha se levantó, se volvió a sentar haciéndose una bola en su pequeño sillón que usaba como refugio y escondite del panorama al otro lado del cristal. Pensó en su plan maestro y en cuándo lo pondría en práctica. Sutil y delicada, una lágrima cristalina se deslizó por su mejilla lentamente.
    Miró por la ventana
  

viernes, 20 de septiembre de 2013

La estafa (IV)

   Bip bip bip. Bip bip bip. Me despierto con el insoportable pitido de mi despertador. A tientas, lo apago y sigo inconscientemente la misma rutina de siempre. Vestirse, hacer la cama, desayunar, baño, zapatos, abrir los ojos... Poco a poco logro recordar los eventos del día anterior. ¡Madre mía! De nuevo, las comisuras de mis labios se tuercen ligeramente hacia arriba y un arrebato de motivación y ganas de trabajar me recorre de arriba a abajo. Tras acabar lo que ya prácticamente se ha convertido en un ritual, me levanto de un salto con los stilettos abrochados (Dios sabe cómo, pero consigo no caerme) y me precipito hacia la puerta de entrada, que cierro con un portazo mientras espero impaciente el ascensor. 
     El camino a la oficina se me hace muy largo, aunque prácticamente voy trotando por las clles. Cuando por fin llego, le dedico una entusiasta sonrisa a la secretaria y aguardo (en lo que pasará a la historia como la sala de los sillones) la aparición de Gabriel hecha un manojo de nervios. Diez minutos después, el joven entra por la puerta y, sin siquiera mirarme marcha con paso decidido hacia el despacho que nos han asignado. Esto  si que no pueden ser imaginaciones mías, me ignora completamente. Con la cabeza baja, pues casi toda mi fogosidad se esfumado al ver su desprecio, avanzo hacia la habitación de la izquierda y, con un breve asentimiento de cabeza, me siento enfrente de Gabriel, totalmente perpleja.
   Mi compañero ya ha sacado algunos códices de la estantería de madera que ocupa toda la pared derecha y está ojeándolos con aspecto de concentración.
-Ejem...-carraspeo para hacerme notar.
Me lanza una mirada hostil y, tras vacilar unos segundos, se digna a reconocer mi presencia:
- Ve anotando lo básico del caso- dice, enfatizando la palabra "básico", como si yo no diera para más.
   Abro mucho los ojos y frunzo el ceño. ¿Pero quién se ha creído que es para mandarme? Está bien, puede que en un principio me pareciera encantador y guapísimo, pero es obvio que me equivoqué. Ahora que le veo cara a cara, no es más que un niño pijo con aspiraciones a abogado y demasiado buen concepto de sí mismo.
- Eso ya lo he hecho. Hoy tenía pensado revisar las cuentas de Jaime Alberola para buscar alguna irregularidad.
    La seguridad y el aplomo con el que respondo me sorprenden incluso a mí misma y no puedo sino sentirme orgullosa, por enésima vez en dos días, de la nueva Miranda, divertida y confiada profesional, algo desafortunada en el ámbito amoroso y con una larga lista de imbéciles engreídos en su historial.
 -¡No!-casi grita Gabriel, desconcertándome aún más, si cabe- Ya lo hago yo. Tú comprueba... los movimientos de Claire Charron.
    Esta vez soy yo la que le atraviesa con la mirada; pero, para evitar conflictos, le obedezco.
Compraventa de acciones, inversiones en bancos amigos, coches oficiales... parece que nuestra cliente se ha portado bien durante los últimos años. Aburrida, busco la carpeta con la información sobre el empresario, pero está en manos del francés, que la lee como un poseso. Noto como de vez en cuando me mira sospechosamente, pero no consigo pillarle haciéndolo. Cuando por fin suelta el dichoso portafolios tengo oportunidad de ojearlo. Más que otra cosa, me llama la atención la escasez de papeles y no puedo sino preguntarme si Gabriel tendrá algo que ver.
   Qué tontería. Por muy desagradable y egocéntrico que sea, dudo mucho que haya destruído pruebas contra el acusado. Qué tontería.
   Sin más vacilación, me sumerjo de nuevo en el duro trabajo de investigar los encuentros entre los dos gigantes, Charron y Alberola, Jaime y Claire. Tras cuatro tediosos días de soporíferas tareas inútiles, el señor Diéguez nos llama a su despacho con el pretexto de haber surgido un problema en nuestro caso.


- Disculpen las molestias, señores míos- se encoge de hombros, acariciándose la barba blanca- Ayer noche mantuve una videoconferencia por skype, ¡o cómo se llame ese cacharro con cámara! con su cliente. Por alguna razón que no ha querido desvelarme, la señora Charron me ha pedido expresamente que le aparte del Caso, señor Perrin. No se preocupe, trabajará usted de ahora en adelante con Jorge Rodríguez, un veterano abogado nuestro, ¡el mejor que tenemos! Lleva los divorcios, acuerdos matrimoniales, custodias... abogacía familiar, vaya. Usted, señorita Herrero, se dedicará en exclusiva al caso Crema, de ahora en adelante sola. Si necesita ayuda puedo remitirle a Ignacio Rota, fiscal experto en fraudes, un buen amigo mío. ¿Alguna pregunta?

La estafa (III)

    Definitivamente, hoy está siendo uno de los mejores días de mi vida. ¡No sólo he conocido al hombre de mis sueños, sino que además voy a trabajar con él! Por mi mente pasan imágenes románticas de comedias americanas sobre parejas que comparten vida las veinticuatro horas del día y acaban enamorándose. Espero que a nosotros nos pase lo mismo.
    Nos imagino tirados en mi sofá, revisando el caso; cenando en un restaurante refinado para concretar los detalles antes del juicio o simplemente en la mesa de su cocina (que en mi cabeza está perfectamente decorada y parece sacada de un catálogo de Ikea), engullendo Nutella o cualquier otra variante de chocolate. A mi alrededor retumba la melodía de "Love is in the air", el tesoro de los Beatles y muevo los dedos de los pies para marcar el ritmo.
    Pero de repente un brusco empujón me arranca de mis fantasías. Desconcertada, me giro y recibo una indiferente mirada de Gabriel, casi llena de desprecio. ¡Pero si hace un momento era un encanto! Nah, será una impresión mía. Como buena profesional que soy, le dirijo una sonrisa que invita a trabajar conmigo, con la brillante abogada Herrero. Pero esta vez estoy segura de recibir una hostil ojeada de mi compañero, que ni siquiera sonríe. ¿Se puede saber qué le pasa? Tal vez si intento sacar algún tema de conversación que le interese vuelve a ser adorable...
- Mmmm, ¿qué te parece el caso?
-Fácil.
Vaya, qué respuesta más expresiva.
-¿Sabías algo sobre Charron y Alberola antes? Yo había escuchado un poco en las noticias.
Puede que me lo esté imaginando, pero me parece que un ínfimo destello de miedo recorre sus ojos antes de responder, algo nervioso:
-Algo, no mucho.
-Ya- murmullo, vacilante.
    Sin venir a cuento, Gabriel agarra su cartera con las dos manos, como si temiera que se la quitase alguien, y con una breve inclinación de cabeza a modo de despido sale disparado por la puerta del piso. Me quedo perpleja en el recibidor, intentando encontrar una explicación a su desconcertante comportamiento. ¡No tiene sentido! ¿Cómo puede cambiar tanto? Antes de entrar al despacho no paraba de hablar y ahora apenas me dirige la palabra. Bueno, tampoco es que hayamos tenido oportunidad de charlar detenidamente, tendría prisa. Sí, seguramente debía marcharse rápidamente por una cita con el médico, o para recoger a su madre de... de dónde sea que esté su madre. No hay por qué preocuparse.
   Farfullo un cortante adiós y bajo trotando las escaleras. Ahora que lo pienso, ¡me han dado el trabajo! Por culpa de Gabriel (o tal vez gracias a él) ni siquiera me había percatado de mi hazaña. ¡Tengo trabajo! ¡Y un sueldo genial! Me siento tremendamente afortunada y por un momento solo pienso en gritar suerte a los cuatro vientos, así que me apresuro en llegar a casa y llamar a mi madre; pero tras el cuarto intento fallido decido salir un rato al parque más cercano a mi edificio para respirar aire fresco. Me pongo unos vaqueros gastados y una camiseta desteñida y corro fuera de casa. El viento me azota la cara, parece intentar advertirme algo, aunque nada puede sacarme del éxtasis en el que me encuentro: una parte de mí estaba convencida de que no iba a conseguir el trabajo, tal y como pasó en los seis últimos intentos. Nada más ver esa manchita, o más bien manchurrón, en mi historial, el entrevistador arqueaba las cejas y me despedían con el terrible "Ya te llamaremos" que nunca se cumple.
   Sin embargo, esta vez ha sido diferente, esta vez me han aceptado, ¡sin el más mínimo esfuerzo! Sonrío abiertamente a dos perros que juegan despreocupadamente, moviendo el rabo con alegría. La imagen, aunque ridícula, es cómica, y suelto una ligera carcajada desde el banco donde me he asentado. De repente me doy cuenta de que, pese a que no son más de las siete, estoy agotada y apenas puedo con mi cuerpo. Conteniendo un bostezo, me levanto estirándome y recorro el parque de vuelta a mi piso, aún sonriendo como una tonta ante mi suerte.
   Nada más llegar a casa, engullo rápidamente un taco precocinado y me acuesto sin quitarme la ropa. Sólo me da tiempo a cerciorarme de que la alarma está conectada y... caigo en un sueño profundo.

jueves, 12 de septiembre de 2013

Tormenta de Septiembre

    Después de un caluroso verano lleno de diversión, viajes y sin una pizca de trabajo extra, cuesta dejar los recuerdos estivales de lado y comenzar el curso con ganas. Si además hace sol y el clima invita a bañarse en cualquier piscina, retomar los hábitos perdidos es aún más duro.
   Pero por muy difícil que sea concentrarse y ponerse de nuevo las pilas, es lo que toca. Y si hay algo que ayude a acostumbrarse al viejo ritmo, son las tormentas. Por supuesto, a  una amante del sol y del calor como yo no le hace mucha gracia despedirse de la temperatura playera, pero reconozco que la lluvia de Septiembre me enamora. No dura mucho, es intensa y en cuanto acaba vuelve a salir el sol como si nu hubiera pasado nada. Las tormentas hacen que tenga ganas de correr a mi casa a cobijarme bajo las mantas con un buen libro, el reproductor de música o mi portátil para escribir. 
    Son completamente diferentes a los diluvios de Marzo, que te dejan calado y de los cuales nadie tarda en cansarse; los chubascos de Septiembre parecen gritar "¡Atención, ya está llegando el otoño!" ¿Y a quién no le gusta el otoño? No hace demasiado frío, los árboles se vuelven coloridos y las calles huelen a chocolate caliente.
    En estas fechas, no hay nada como sentarse cerca de una ventana con una amiga mientras cae el chaparrón; riendo, comiendo lo primero que se encuentre y haciendo tonterías para luego escribir sobre ello. Sobre una mágica tormenta de Septiembre.


martes, 10 de septiembre de 2013

YOLO

   ¿Qué significa conformarse? ¿Qué tiene de malo? ¿Y de bueno?
    En nuestra sociedad parece haber un gran desprecio hacia la "corriente conformista". Como ya comentaba en la entrada "La vida es bella", prácticamente estamos diseñados para querer tenerlo todo sin mover un dedo (o moviéndolo, depende de la persona). Por naturaleza no apreciamos lo que tenemos, ni nos conformamos con ello, y muchísimo menos con lo material. ¿Pero qué pasa con lo que no es material? La familia, los amigos, el colegio o el trabajo... tampoco los valoramos como deberíamos y eso nos hace ser más infelices de lo que sería razonable.
   Por supuesto, tenemos incontables motivos para estar (ligeramente) decepcionados: una mala nota, un discusión con tu mejor amigo, aguantar más de una semana sin que tu madre te dirija la palabra... pero afortunadamente la mayoría de ellos tienen solución, y el número de razones para estar satisfecho es infinitamente mayor.
   Siempre hay que aspirara a más, por supuesto, ¡un nueve es mejor que un diez!, pero lo que no debemos hacer es obsesionarnos con lo que queremos conseguir, sino disfrutar de lo que ya tenemos mientras trabajamos para mejorarlo.
  En conclusión (muchas veces me he preguntado como algo tan horriblemente hipster puede ser tan condenadamente cierto):


La estafa (II)

    Madre mía.  Es incluso más guapo de lo que había pensado en un primer momento. Tiene el pelo muy oscuro y ensortijado, los ojos de un verde intenso, la nariz afilada y los labios perfectos. Parece el David de Miguel Ángel, además es altísimo. ¿Qué hace aquí? Supongo que también vendrá por la entrevista, pero ¿por qué querría alguien así trabajar como abogado del estado? Por lo que me han contado, no hay cosa más aburrida en el mundo, pero en fin, el resto de los mortales estamos condenados al aburrimiento. Sin embargo él podría ser actor o modelo, no tendría por qué vivir una vida tediosa rodeado de papeles, cuentas e información sobre el gobierno. Tal vez también sea un cerebrito de estos que se saben la constitución de la A a la Z y tiene un talento natural para el derecho y los juicios. Quién sabe. De cualquier manera, seguro que es un creído prepotente que ni siquiera se digna a hablar conmigo. Bah, que haga lo que quiera. Tampoco es tan impresionante, y muy probablemente sea un borde monumental.
   De repente, se sienta a mi lado y se quita la chaqueta del traje, dejando entrever unos bíceps dignos de admiración. En la muñeca izquierda luce un reloj de plata impoluto, idéntico a uno de los Rólex de la lujosa tienda en la que me paré antes. Se estira en el sofá de la oficina como si fuera lo más natural del mundo y me dedica una sonrisa enternecedora.
- Eres Miranda, ¿no? ¿Estás aquí por la vacante que ha salido?- asiento con la cabeza, tímida- Yo también, no sabes lo que me ha costado llegar aquí, ¡me he perdido cuatro veces! Esta ciudad es muy liosa, la verdad, nada que ver con París, es mucho más simple y todo es fácil de encontrar. Pero qué se le va a hacer, ahora estoy aquí, intentando conseguir un puesto de abogado al lado de una belleza española. Tampoco me voy a quejar.
    ¿Perdón? El hombre más guapo (y hablador) que he visto en toda mi vida me acaba de lanzar un piropo? ¿A mí? ¿A un saco de patatas sin solución que no es capaz de maquillarse sola ni andar más de dos metros con tacones?
    Me recuerdo a mí misma que ahora soy la nueva Miranda, y es natural para la nueva Miranda recibir adulaciones de Mister Increíble. Cada vez me gusta más ser la nueva Miranda.
    Sonrío sin dificultad y decido ser encantadora:
- ¿París? Vaya, me encanta esa ciudad, solía ir mucho cuando era más joven. Paseaba por el Sena, visité Notredame y, cómo no, el Louvre, ¡qué museo más interesante!- Como si hubiera pisado París en mi vida. Por suerte, mi amiga Carla nació allí y me ha contado miles de historias sobre la "Ciudad del Amor". Si todos los franceses son tan agraciados como mi nuevo amigo Gabriel, ya sé a que le debe París su segundo nombre.
- Ah, el Louvre, es precioso. Pasé gran parte de mi niñez en ese museo, me fascina la magia que encierran sus paredes, es como si te quedaras atrapado dentro y no pudieses salir.
  Suspira melancólico y me siento obligada a comentar su nostalgio.
-Sí, mmm... es muy bonito, pero casi prefiero el Prado. ¿Lo has visitado ya?
  ¡Qué buena! Cambiar de tema a uno más conocido pero igualmente "culto e interesante". Puntazo para la nueva Miranda.
- ¡Claro que sí! Llevo ya casi tres años en España, estudié aquí el máster de Derecho Internacional, en la Universidad Autónoma, ¿la conoces?
- Sí,sí. ¡Yo también estudié allí! Pero hice el máster Europeo.
- En serio, ¿de Derecho?
- Sí, claro.
- Qué curioso, ahora que lo pienso, me suena verte por el campus de vez en cuando. ¡El mundo es un pañuelo!
    ¿Hemos estudiado juntos? A ver, razonemos: es completamente imposible que haya estado más de un año a menos de cien metros de alguien tan escultural y no me haya percatado de su presencia. Además, ha dudado un pelín antes de "reconocerme", como si se lo estuviera inventando.
   Aparto ese desconcertante pensamiento de mi mente en cuanto un individuo bajito, rechoncho, canoso, con una espesa barba blanca y aspecto bonachón irrumpe precipitadamente en la sala. Parece uno de los enanitos de Blancanieves.
- Disculpen la tardanza, señores míos, soy Alfredo Diéguez, director y propietario de "Abogados Diéguez" obviamente, aunque ahora que tenemos que trabajar con nuestro querido gobierno las cosas no están tan claras, me temo, pero ese es otro tema. Pasen a mi despacho, por favor.
    Gabriel y yo intercambiamos una mirada divertida, ¡qué personaje más dinámico! Le seguimos precipitadamente y llegamos a un cuarto bastante más pequeño que la sala de los sillones pero no menos acogedor. Las paredes están tapizadas con madera y de ellas cuelgan cuadros barrocos, nada parecidos a los anteriores. Cerca de la ventana hay una enorme mesa de madera de roble, y sobre ella reposan un diminuto ordenador MAC y un montón de papeles. Nos sentamos en dos sillas de cuero, idénticas a la del señor Diéguez, que refunfuña sobre el tiempo, la crisis, los políticos, su mujer, los políticos de nuevo y varios temas más.
   - ¿No deberíamos hacer la entrevista de individualmente?- pregunto, extrañada.
El director me mira como si estuviera loca y responde airadamente:
   - ¿Entrevista? No vamos a hacer ninguna entrevista, ¡qué tontería! Ustedes dos ya están contratados, por eso les hemos hecho venir hoy, para explicarles las normas y lo que van a hacer durante los próximos meses. Van a trabajar juntos en el caso Crème, estoy seguro de que ya lo conocen por los periódicos. Pues bien, Claire Charron, la directora de "la Banque d'aujourd'hui", nos ha contratado para realizar la acusación contra Jaime Alberola, el empresario que robó los diez millones de euros a su banco. Por supuesto, nuestro bufete nunca ha perdido ningún caso y confiamos en que el listón no esté muy alto para ustedes. Señor Perrin, como experto en derecho francés, usted estudiará la situación desde el punto de vista legal galo; y usted,señorita Herrero, se centrará en el español. El sueldo es de dos mil quinientos euros al mes, si ganan el caso tres mil. Tienen derecho a veintisiete días de vacaciones al año y una cesta por Navidad. Como supongo que ya sabrán, toda su investigación es secreto profesional y si se filtra algo corrren ustedes riesgo de despido. Asumo que aceptan el trabajo. ¿Alguna duda?
    Mi nuevo compañero y yo volvemos a mirarnos, esta vez perplejos. ¿Ya estamos contratados? ¿Por dos mil quinientos euros al mes? ¡Pues claro que acepto el trabajo! Gabriel parece leerme la mente, porque suelta una risita nerviosa y pregunta:
  - ¿Dónde hay que firmar?

domingo, 8 de septiembre de 2013

La estafa (I)

    Me despierto con el agobiante y misteriosamente cercano pitido de un claxon de camión. Medio mareada, abro los ojos poco a poco y tiento el interruptor de mi lamparita de noche. La luz tenue que tanto me suele gustar parece clavárseme en los ojos y me obliga a cerrarlos de nuevo. A ciegas, conecto el móvil y la melodía de mi alarma empieza a sonar a todo volumen. Una vez recuperados todos mis sentidos consigo apagarla y me doy cuenta de que ya son las ocho y media. No está mal.
    Bueno, hoy es el día. Llevo dos meses esperando este momento y he imaginado miles de veces todo lo que podría suceder. Creo que conozco todas las formas posibles de arruinar mi futuro, pero también cómo evitar que esto ocurra. En fin, eso espero. Al subir la persiana me percato de la enorme cantidad de ropa desparramada encima de la silla de mi escritorio; debería haberlo recogido todo ayer pero gracias a los nervios se me olvidó por completo. Afortunadamente la falda negra parece estar en la superficie del montón y la rescato con facilidad. Acabo de levantarme, así que tardo más de cinco minutos en abrocharme los botones de la blusa que me regaló mi madre especialmente para que la estrenara hoy y corro a la cocina a desayunar.
    Rápidamente, me preparo un café con leche y unas siete cucharadas de azúcar y engullo un para de galletas. Por favor que no se me manche nada, pienso, y Dios sabe cómo, lo consigo. Después de lavarme los dientes, la cara y todo lo lavable que quede me calzo con mucha dificultad los stilettos negros que, cómo no, también me compró mi madre. Nada más ponerme de pie me caigo y refunfullo con rabia. Odio llevar tacones, y faldas, para el caso; pero como "la ocasión lo exige y así daré una mejor impresión y bla bla bla..." no me queda otra opción.
   Suelto un par de tacos pero consigo ponerme en pie y alcanzar el armarito donde guardo mis llaves. Las meto en la cartera junto con el currículum y el resto de información absurda que me obligan a llevar y salgo a la calle.
   Es un día cálido de Septiembre y una agradable brisa de viento me trae el olor de los pasteles de la panadería más cercana. Debería haber desayunado más. Avanzo un par de metros y veo por el rabillo del ojo mi reflejo en un escaparate. Comparada con mis pintas habituales, no estoy nada mal. Llevo el pelo suelto, liso y parece más rubio de lo normal. Los labios me brillan ligeramente y mi reloj de muñeca plateado no tiene nada que envidiar a los Rolex de la tienda en cuyos cristales me estoy observando. Sinceramente, tengo aires de profesionalidad. Yo me contrataría.
   Suelto una carcajada ante mi último pensamiento y de repente me doy cuenta de que no estoy casi nerviosa. Solo quedan quince minutos para la entrevista y probablemente ya debería estar en el bufete, esperando impaciente a que me llamen. Pero en lugar de eso me encuentro a dos manzanas, caminando alegremente, más tranquila de lo que he estado en semanas y sonriendo ante la visión de un joven guapísimo que pasa canturreando por la acera de enfrente. Lleva puesto un traje con corbata tan elegante como mi falda negra, sin embargo, al contrario que yo, parece rebosar de naturalidad y optimismo. Yo me siento disfrazada.
    Sacudo la cabeza e intento convencerme a mí misma de que no, eso está mal, no estoy disfrazada, esta soy la nueva yo, la nueva Miranda; la nueva Miranda ha dejado los vaqueros rotos con botas militares de lado y ahora lleva faldas de tubo con tacones altos que le sientan genial y le hacen parecer profesional y experimentada, porque la nueva Miranda es muy profesional y experimentada. Obviamente.
   Sigo caminando sin prisa hasta que estoy enfrente del edificio del bufete. Lo pone bien claro en el telefonillo, sí, sí, al lado de "7º A". Uf, respiro hondo y llamo al timbre. A los dos o tres pitidos una voz de mujer estresada pregunta mi nombre.
- Miranda Herrero, tengo una entrevista con el señor- ¿cómo se llamaba?- ... Diéguez a las nueve y media.
    La escucho ojear unos papeles y responde rápidamente con un cortante "Pase".
    Empujo la pesada puerta del portal y me dirijo al ascensor, pero por más que apriete el botón no viene, ni se ilumina ninguna lucecita como sucede en el de mi piso. Poco a poco, los nervios se van apoderando nuevamente de mí. A falta de otra opción, decido subir los siete pisos de escaleras y acabo cansadísima, además de con una horrible sensación de inquietud en el estómago.
    Al llegar a mi destino, la señora mayor a la que debía pertenecer la voz que me atendió antes me abre la puerta. Lleva un cartelito con su nombre en la chaqueta: "Adela Martínez".  Entre lo encorvada que está ella y mis zapatos nuevos, le saco dos cabezas. Me mira escéptica de arriba a bajo, pero al final parezco gustarle, porque me obsequia con una media sonrisa y me conduce hacia una amplia sala repleta de sillones.
- Espere aquí, por favor, enseguida vendrá el señor Diéguez.
    Le doy las gracias y observo detenidamente la habitación. Aparte del comodísimo sofá que estoy probando ahora mismo, hay otros cuatro butacas de cuero y un sillón giratorio. La pared de enfrente es prácticamente un ventanal con vistas a Serrano, una de las calles más exclusivas de Madrid. A mi alrededor cuelgan cuadros  de Picasso, Goya y uno de artista indefinido, aunque intuyo que es obra de Pollock. Al lado de una mesita con orquídeas y otras flores preciosas, se esconde un discreto tocadiscos que no parece estar en su mejor momento, pues ha perdido todo el brillo y el enorme disco negro está cubierto de polvo. Me pregunto qué tipo de música será. Disimuladamente me acerco y me inclino todo lo que puedo para leer el título, pero al soplar el polvo me da un ataque de tos y regreso a mi confortable e inofensivo sofá entre carraspeos para nada femeninos.
   Antes de que pueda recuperarme, suena el timbre y Adela se apresura a abrir la puerta. Sin que ella tenga que decir nada, escucho perfectamente como una seductora voz de hombre se disculpa por el retraso y se presenta como Gabriel Pegan, o tal vez Perrin, porque tiene un ligero acento francés. En fin, espero que no tenga muchas posibilidades para conseguir el puesto, porque yo definitivamente lo necesito.
    Me siento todo lo derecha que puedo para dar impresión de confiada, como si ya supiera que me van a contratar. Pero toda mi fachada se derrumba cuando veo entrar al mismo chico que vi antes en la calle, solo que ahora tiene un ligero rubor en las mejillas tras subir todos los pisos de escaleras y está aún más atractivo, si cabe. Para colmo, se me acerca con una sonrisa que muestra dos filas perfectas de dientes perfectos y me tiende una mano perfecta repitiendo su nombre.
  - En.. Encantada.

Venecia, Venecia, Venecia

    Hace poco, tuve lo oportunidad de pasar un fin de semana en la cuna del arte, la religión y los monumentos: Venecia. Admito que, pese a ser un culo inquieto, no he visitado demasiadas ciudades a lo largo de mi vida, pero esta increíble villa italiana se hizo un hueco enseguida entre mis favoritas.
    Hay tantas maravillas que contar y describir que aún no sé por dónde empezar; así que voy a dividir la entrada en cuatro apartados que corresponden a los detalles que más me llamaron la atención.
    1. El arte callejero:
  Nunca antes había visto tantos músicos, pintores e incluso escultores exhibiendo y realizando sus obras en plena calle, muchos de ellos sin fines económicos. Además de los típicos mendigos que cantan o tocan algún instrumento, había niños y mayores entonando melodías por todas partes, muchos rechazando el dinero que les daban los turistas. No hay avenida, calle o callejón en la que se pueda escapar de las notas musicales. ¡Venecia está inundada de música! También vimos muchísimos pintores que vendían sus cuadros de la ciudad (carísimos todos, por cierto) y otros que simplemente se sentaban en los escalones de alguna Iglesia e intentaban plasmar sobre papel la grandeza que tenían delante. Lo más interesante era ver los bocetos que hacían algunos turistas, pues la mayor parte no se parecían en nada. Era como estar observando la ciudad desde diferentes ángulos, cada uno bello a su manera. Los colores brillantes y las melodías alegres llenan Venecia de optimismo y hacen que visitarla sea mucho más ameno y entretenido.

    2. El agua:
  Y no precisamente la de beber; más bien me refiero a los canales que surcan la urbe y hacen que perderse sea más que facilísimo, pero a la vez le dan un encanto especial a la ciudad. Aparte de Brujas, en Bélgica, no hay muchas otras localidades en el mundo tan "llenas de agua" (como comentaban unos americanos que nos encontramos en el tétrico Puente de los Suspiros entre risas). Los canales, las islas, el Adriático y por supuesto los gondoleros, sobre todo los que van cantando el "O sole mio", hacen que Venecia se única y mucho más dinámica que otras ciudades europeas.



    3. Las máscaras:

  Como buena turista que soy, visité todos los tópicos; San Marcos, el Palacio Ducal, La Fenice... ¡y las tiendas de productos típicos! Mientras que en España lo que sueles encontrar en este tipo de establecimientos es comida en aceite y si tienes suerte delicioso chocolate (cuidado, que no me estoy quejando :D), en Venecia había preciosidades de cristal de Murano, disfraces y máscaras. Dudo mucho que quedara alguna máscara que no me probara yo, pero es que eran, bueno y son, porque me he comprado dos, tan elegantes, refinadas y... preciosas que no me pude resistir.
¡Os dejo una foto de mi favorita!



   4. La comida:

  Cómo no, hay que tener en cuenta que estamos hablando de Italia y es imposible hacerlo sin mencionar il gelati (por si acaso, los helados). Los había de incontables sabores, bastante más baratos que en España y mucho más ricos, aunque sigo prefiriendo los de Konstanz, Alemania, la verdad. Y la pasta, bueno, estaba buenísima, cierto, pero acostumbrada como estoy a ir al Gino's y a comer pizza o gnoccis todas las semanas tampoco me emocionó tanto. En fin, dejando aparte mis costumbres y preferencias solo hay algo que pueda decir sobre la comida en general: ¡Mamma Mia!


sábado, 7 de septiembre de 2013

Mi alien

   No puedo más. Estoy harto de que me digan lo que tengo que hacer, adónde debo ir y con quién debo juntarme. Deber, deber, deber. ¿De qué me vale llevar una vida "perfecta" si no la disfruto? ¿Es que tengo que vivir para los demás en lugar de para mismo?
    Enfadado con el mundo en general, salgo de casa dando un portazo. En la calle hace frío, y el viento helado parece rasgarme la cara con cada paso que avanzo. Pero me da igual. Solo necesito salir de aquí, de esta ciudad, o incluso de este mundo estúpido y vivir mi propia vida; tomar mis propias decisiones. Se acabó.
    No se me ocurre qué más hacer, así que hecho correr. Paso por la panadería donde compramos esas palmeras tan secas todos los domingos; veo de refilón a mi amigo Carlos, que hace ademán de saludarme, pero empiezo a correr más rápido para escapar de él. Eso es lo que necesito un vía de escape, una salida, un billete de ida a una vida mejor. Sigo trotando velozmente por las calles congeladas mientras empiezo a tramar planes de futuro, cada cual más descabellado.  
    Podría irme a vivir a Berlin y trabajar de camarero para salir adelante. Tal vez Nueva York tampoco estaría mal, ¡pero está demasiado cerca! Brasil, eso es, Brasil es perfecto. Viviría en Río, me ganaría la vida como pudiera y me establecería allí definitivamente. Sí,sí, eso es lo que haré. Tengo dinero suficiente para comprar un billete de avión, ¡de sobra! En cuanto llegue a casa lo contaré. Uf, pero solo con pensar en casa, en lo que debería ser un "cálido hogar lleno de buenos recuerdos", como dice mi madre, se me nubla la vista. Menos mal que en Brasil todo es colorido, especialmente en Carnaval, pero también en Enero, Septiembre, Mayo y todos los demás meses. Qué buena idea he tenido, no se me podría haber ocurrido en lugar mejor para fugarme, allí seré completamente libre, no me encontr- PUM.
    Caigo al suelo con un golpe seco, creo que me he tropezado con una baldosa suelta y me duele absolutamente todo. No tengo fuerzas para levantarme y me siento como la protagonista del cuento de la Lechera, cuyos sueños se derrumbaron como un castillo de arena en la playa. ¿Acaso nunca nada me va a salir bien? ¿Ni siquiera soy capaz de correr sin caerme? Vaya mierda de vida.
     Me froto el cuello como puedo y noto un hilo de sangre deslizarse por la camiseta blanca. Ahora sí que no puedo más y me echo a llorar en mitad de la calle. Como si a alguien le importara. Es obvio que estoy destinado a morir solo, triste y a ser posible pronto, porque no tiene ningún sentido sobrevivir para sufrir, en un mundo que me odia, me desprecia, me....
    - ¡Madre mía! ¿Estás bien? Dios, estás sangrando. Tienes que ir al hospital; venga, venga, dame la mano que te ayudo.
    Delante de mí hay una chica algo más joven que yo, con pelo corto teñido de azul y grandes ojos castaños. Me mira preocupada y parece instarme a ponerme de pie; pero no oigo lo que dice. Me quedo ensimismado mirando como se mueven sus finos labios cuando habla y como tiemblan sus manos al ver la sangre. Es hipnótica.
    Acepto su ayuda y me levanto poco a poco, pero aún no consigo pronunciar ni media palabra. De mi boca solo sale un gruñido de dolor y tengo ganas de tirarme al suelo otra vez, pero entonces la veo mirarme angustiada y esbozo media sonrisa tranquilizante. Ella me corresponde con otra, a través de la cual observo unos dientes torcidos pero muy blancos. Su prominente nariz se acentúa aún más y, de nuevo, no puedo dejar de mirarla. No puedo.
    La sigo lentamente y noto como, por algún extraño fenómeno, la calle parece más colorida, como si todo fuera resplandeciente. Tal vez sea por el azul oscuro de su pelo y simplemente por su sonrisa, pero estoy seguro de que tiene que ver con ella.
    Mis pensamientos empiezan a ser más racionales y me doy cuenta de dónde estoy, a pocas manzanas de mi casa. Y yo que quería irme a Río. Camino a su lado y me percato de lo bajita que es, desde arriba parece frágil y vulnerable, pero sobre todo es preciosa. Sin ninguna duda.
   No tiene nada que ver con las despampanantes mujeres que aparecen en las revistas de mi madre, altas, delgadas, y rubias, todas iguales. Ella es diferente, ella... ¿cómo se llama?
    - Soy Diego- digo con las pocas fuerzas que he conseguido reunir.
    - Yo Lucía, encantada- me sonríe.
   Lucía, jamás un nombre me había sonado tan musical, como a gloria. Lo tarareo en mi cabeza y cuantas más veces lo susurro, más me parece de otro planeta; como si en este no hubiera suficiente belleza como para crear una palabra tan perfecta. Definitivamente, es un alien. Mi alien.


viernes, 6 de septiembre de 2013

La vida es bella... para algunos

   Aparte de ser el título de una de las mejor películas que jamás se han rodado, "La vida es bella" podría ser fácilmente el lema de la sociedad occidental. Durante los últimos cincuenta años, Estados Unidos y Europa han sido testigos de increíbles cambios económicos, culturales y sociales. Hemos pasado de aguantar larguísimas jornadas de trabajo, abusos, privación de los más mínimos derechos e incluso falta de acceso a la cultura y a la educación superior a tener prácticamente todo lo que queramos a nuestro alcance. Y precisamente porque ya disponemos de todo lo necesario, y gran parte de lo superfluo, nuestros deseos se concentran en detalles superficiales y frívolos. El problema es que no nos parecen superficiales ni frívolos; nos parecen necesarios. Gracias a la publicidad masiva, que nos bombardea vayamos a donde vayamos, empezamos a considerar como indispensables objetos o servicios tan superfluos como un iPad, un esteticista o un jersey de Abercrombie.
    Por supuesto, no quiero decir que los occidentales hayamos perdido definitivamente el Norte, pues hay incontables excepciones (gracias a Dios); pero si es cierto que gran parte de la población de esta tan privilegiada parte del mundo ha dejado de apreciar algo tan sencillo como poder comer todos los días, ir a la universidad o poder comprarse un capricho de vez en cuando. Queremos MÁS.
   Y por esta sencilla razón, en nuestra sociedad ya no hay simplemente un predominio del sector terciario: ahora se basa en el ocio. Los aparatos electrónicos están cada vez más pensados para divertirse en lugar de para trabajar, y las mayores empresas viven de la exagerada necesidad de comprar, comprar y comprar.
   Ahora yo pregunto ¿qué hay de malo en esto? ¿Vivimos mejor, por qué quejarse? Pues bien, es verdad, yo soy la primera que no quiere prescindir del estilo de vida al que ya algunas generaciones se han acostumbrado. Por la tanto, mientras no olvidemos todos los privilegios que tenemos, aprovechar la gran oferta de maravillosos productos es lo más lógico. Sin miramientos, ¿no?
    Sin embargo, ¿acaso todo el trabajo duro que se realizaba en los ya citados países hace algunas décadas ha desaparecido totalmente?, ¿ahora todos vivimos cómodamente, en una imitación mediocre al mítico sueño americano? Claro que no. En estos momentos, son muchos los países asiáticos y africanos, por no contar Sudamérica, en los que se realiza el "trabajo sucio", esa realidad de la que nadie quiere oír hablar. En estas regiones personas iguales a nosotros tienen que sobrevivir a abusivas jornadas de trabajo a cambio de míseros sueldos con el único objetivo de subsistir. Una situación muy parecida a la que se daba, por ejemplo, en Europa durante la revolución industrial.
    Si el mundo occidental ha conseguido zafarse de dictadores, explotadores y tiranos para vivir en una teóricamente armónica democracia, ¿Cuánto tardarán los países en desarrollo en hacer lo mismo? ¿Y cuando lo hagan, quién sufrirá en su lugar? ¿Habremos inventado para entonces máquinas preparadas para realizar solas el trabajo más duro? ¿Llevará eso a una crisis mundial con un paro masivo? ¿Está la humanidad condenada a autodestruirse?
    En mi opinión, si no se adoptan cambios antes de que los  habitantes de países "menos privilegiados" sean verdaderamente conscientes de la injusticia que se está cometiendo, nuestra forma de vida y todo lo que conocemos se hará añicos igual que una paloma de cristal al estamparse contra el suelo.



jueves, 5 de septiembre de 2013

Un destello de esperanza (II)

  Como la encargada del bienestar del chico y de sus progresos, me desesperé. No se me ocurría qué hacer para lograr entender quién era en realidad Héctor y que podíamos hacer nosotros para que cambiase. Decidí probar todas las actividades que ofertaba el centro con él. A excepción de la clase de hípica, durante la cual consiguió clavarle un afilado palo de madera al pobre caballo, se mostró pasivo e impasible en el resto de ejercicios, como si todo le resultara tan banal que decidía no malgastar su tiempo en tales tonterías. 


  Viendo la resignación del resto del equipo de coordinadores, una tarde visité a Héctor en su habitación. Había esperado ver a un niño asustado, enfadado, renegando del mundo; pero me encontré a un joven adulto, sentado tranquilamente a la mesa, dibujando con exactitud la pequeña planta que adornaba el alféizar de su ventana. 



  Al lado del boceto había una detallada descripción de las características de vegetal (que pude observar de reojo justo antes de que el joven se percatara de mi presencia y recogiera los papeles con un movimiento brusco). Sin inmutarme le arrebaté las hojas de las manos y encontré lo que jamás habría imaginado: una larguísima recopilación de datos y dibujos de árboles, hierbas, arbustos, setas, cactus y flores. Lejos de lo que todos habíamos supuesto, la caligrafía de Héctor no era deforme y fea, sino suave y delicada, y su trabajo irradiaba una dedicación propia de alguien que disfruta de verdad con lo que hace.



  Sin saber muy bien cómo reaccionar, el joven optó por quedarse callado y mirar al suelo, rojo de vergüenza, pensando (por algún motivo que no consigo entender) que iba a ser castigado por su hazaña. Pero al ver la sonrisa que se iba dibujando poco a poco en mi cara, el muchacho pareció relajarse y me miró interrogante, como diciendo: “¿Te gusta?”. Yo asentí una sola vez con la barbilla y le mandé a cambiarse de ropa. Diez minutos después estábamos en mi coche, camino al jardín botánico más grande de la zona, plagado de secuoyas y demás especies vegetales


  El entusiasmo que transmitían los ojos de Héctor era de otro mundo, no tenía precio. Soltaba gritos de sorpresa, saltos de alegría y trataba de anotar toda la información que podía en un pequeño cuaderno de bolsillo que habíamos encontrado en la conserjería de nuestro centro. Yo le observaba feliz, pues había encontrado la llave para entrar en el corazón del joven; lo único que le emocionaba: la botánica.



  A partir de ese momento, Héctor se dedicó por entero a las plantas y sus propiedades; recibía clases de un profesor de la mejor universidad de la ciudad, que no contaba más que maravillas de su alumno, y se convirtió en un chico calmado, responsable y vivaracho. Cuando, hace algunos años, vino a visitarnos como un renombrado biólogo, galardonado con numerosos premios, me di cuenta de que no hay nadie, ni una sola persona, sin salvación. Todos tenemos virtudes escondidas en nuestro interior y el verdadero triunfo de la vida es conseguir que salgan e iluminen a nuestros seres queridos como nos iluminan a nosotros. Todos contamos con ese ínfimo destello de esperanza que vi en Héctor la primera vez que le miré a los ojos. Y todos podemos convertirlo en una exhibición de fuegos artificiales.

Sigue nadando, sigue nadando (II)

Al llegar a una altísima valla electrificada nos entró el pánico. “¿Y ahora qué?” fue  probablemente el pensamiento que retumbó en los cerebros de todos nosotros. Por primera vez en toda la noche, el verdadero miedo se apoderó de mí y empecé a temblar. Temía que tuviéramos que regresar a casa sin más. ¿Había perdido todos mis ahorros en un sueño que ni siquiera había podido palpar con las yemas de los dedos? ¿De verdad?

Pero el coyote parecía conocer la zona perfectamente y sin más vacilación, nos llevó unos cien metros a la izquierda, donde había un minúsculo hueco en la verja, por donde fuimos pasando uno a uno, indicados por Manuel. Cuando ya no quedaba nadie al otro lado de la valla me di cuenta de que habíamos dejado Méjico atrás. La sorpresa me inundó por entero, seguida por una alegría sin mesura; como pude observar en las radiantes sonrisas de mis compañeras, no era la única que se había percatado de dónde estábamos. Nuestros ojos comenzaron a brillar, mostrando la felicidad que sentíamos, y un chico menudo comentó que ya se sentía estadounidense.

Sin embargo, el entusiasmo nos duró muy poco, pues nada más hacernos Manuel una seña para que continuáramos andando vislumbramos unas luces características de los coches de la policía norteamericana. Sin ningún miramiento, el coyote nos empujó detrás de unos arbustos, se sacó una pistola del bolsillo y apuntó a la muchacha que tenía más cerca con ella. “Un solo movimiento y la mato”, nos dijo con la mirada, y todos tragamos saliva aterrorizados. Por suerte, la policía no llegó a registrar la zona donde nos encontrábamos y veinte minutos después pudimos seguir con nuestro viaje. Toda la felicidad que nos había inundado hacía menos de una hora se había esfumado como por arte de magia y había sido reemplazada, al menos en mi caso, por un arrebato de pavor, miedo y nerviosismo. Ahora no sólo teníamos que preocuparnos por los agentes, sino también por nuestro guía. Estupendo.

Por suerte, durante el resto de la ruta no tuvimos ningún problema y llegamos a Harlingen antes del siguiente anochecer. Algo más tranquilos, decidimos asentarnos en un pequeño motel de carretera bastante cutre y apestoso, pues no llevábamos suficiente dinero como para poder permitirnos nada mejor. Pero ya nos daba igual. ¡Estábamos en los Estados Unidos de América! ¡Lo habíamos conseguido! En pocas semanas nos separaríamos y cada uno se tendría que buscar la vida por sí mismo, mas por ahora habíamos formado una piña inseparable: estábamos unidos por el miedo y atados por la esperanza.

Mirando atrás, me doy cuenta de que el viaje fue un caminito de rosas comparado con la búsqueda de trabajo y alojamiento. Nadie quería contratar a una chica mejicana recién llegada al país. Mis títulos y mi dominio del inglés no tenían la menor importancia, pues la mayoría de empresarios prefería contar con un nativo analfabeto antes de con una inmigrante cultivada. Me pasé seis meses vagando de un hospital a otro, distribuyendo currículums y contestando preguntas estúpidas. Mientras tanto, estuve trabajando de nuevo en una empresa de limpieza para poder sobrevivir; aunque, si por ellos fuera, ya me habría muerto hace mucho, pues el sueldo no me daba ni para una migaja de pan, y los pocos conocidos que tenía en la ciudad tuvieron que ayudarme bastante.

De cualquier manera, antes de las Navidades logré encontrar un puesto como ayudante de enfermera en un nuevo hospital muy cerca de la frontera. A las pocas semanas ya había alquilado un pequeño apartamento al lado de la clínica y conseguí reunir los ahorros suficientes para traer a mis padres y a mis abuelos a los Estados Unidos. Con total seguridad, el año que acababa de vivir había sido el más duro de mi vida y no lo repetiría por nada del mundo, pero había dado buenos resultados. Como premio a mi esfuerzo, el veinticuatro de Diciembre a las diez y media de la noche, toda mi familia estaba reunida a la mesa de mi pequeño piso, comiendo pavo y demás delicias novedosas para nosotros, charlando, cantando y riendo. El reflejo de la alegría en las caras de mis familiares se quedó grabado en mi memoria como una instantánea tomada con una cámara profesional, de manera que siempre puedo recordarla cuando, por algún que otro motivo, la tristeza se apodera de mí.

Esa noche, por primera vez en muchos años, me permití estar orgullosa de mí misma.




Con la verdad por delante (II)

     Cuanto más lo pensaba, más ridículo me parecía lo que iba a hacer, porque ¿de qué le vale a alguien saber lo maravilloso qué es? Ya es así de maravilloso aún sin saberlo. Por lo tanto, apunté también algunos factores en los que la gente debería mejorar para ser más felices. Teniendo en cuenta que yo ya era todo lo viejo que iba a llegar a ser, me sentía como un erudito de la vida. Quería enseñar a mis seres queridos a disfrutar de la vida tal y como viene, sin intentar cambiarla demasiado. Así que pensé qué rasgos del carácter de cada uno de mis seres queridos podrían  impedir que fueran felices ahora y en el futuro y los anoté al lado de sus virtudes. Para mi prima anoté la envidia, para mi amiga Victoria los complejos y para mi tío la soberbia.

     A la mañana siguiente ya había subrayado las virtudes y defectos más importantes de la gente con la que quería hablar y comencé a hacer llamadas. En primer lugar, por supuesto, hablé con mis padres y con mi hermana, que apenas podía parar de llorar. Los tres se sorprendieron mucho al escuchar hablar con tanto entusiasmo de un proyecto tan descabellado, sobre todo dada mi situación. De cualquier manera, al final logré convencerles de que llamaran a todas las personas de mi lista para que pudiera hablar con ellas antes de… bueno, antes de morir. Mi madre y mi padre su fueron a hablar con el doctor sobre una prueba que me habían hecho la semana pasada.

     Solo en la habitación con mi hermana, no se me ocurrió qué más decir aparte de lo que había apuntado al lado de su nombre en la ya mítica lista. Por tanto, la cogí de las manos y le dije sin pestañear que era una de las personas más inteligentes que había conocido. Al ver su expresión de asombro, se lo volví a repetir con toda la convicción del mundo, pues lo creía de verdad y tendría las suficientes pruebas para reafirmarme si alguien me las pidiera. Pero esta vez también puse en boca su timidez, que tantos problemas le había causado en el colegio cuando era más pequeña. Como siempre, María enrojeció y se miró los pies, pero yo le repetí una y otra vez que no tenía ningún motivo para ser tan reservada y que debería mostrar al mundo todas sus increíbles cualidades. Al cabo de un rato, mi hermana levantó la cabeza y me miró a los ojos, como dándome las gracias, y salió de mi habitación trotando alegremente con una brillante sonrisa en la cara. Pero puedo asegurar que no estaba tan contenta como yo tras nuestro pequeño diálogo. En cuanto se fue del cuarto me tumbé en la cama agotado y me quedé dormido, muy satisfecho de mí mismo.

     Por lo visto, a los médicos mi idea les había parecido fantástica y animaron a mis padres a traer a todo el que yo quisiera al hospital. Hablé con toda mi familia, con mis amigos… con todo el mundo que estaba en mi lista Y todos salieron radiantes del hospital. La verdad es que sentía que me estaba despidiendo muy bien de la vida.

     Ya había tenido tres años para mentalizarme de los riesgos que conllevaba mi enfermedad, y en ningún instante me había permitido a mí mismo plantearme la idea de morir, pues creía que no lo iba a soportar. Sin embargo, ahora que el final estaba tan cerca, la muerte se me antojaba dulce y cariñosa, pues cada día estaba más cansado y casi me apetecía  irme con ella para poder descansar. Además, no podía haber hecho nada mejor antes de partir, al menos en mi opinión, que era la que contaba de verdad; y cada noche me acostaba feliz, acariciando la idea de consumirme poco a poco con cada persona a la que hablaba y a la cual le alegraba el día.
     
     Cuando llegó el momento de la verdad, mi cuarto estaba lleno de gente a la que amaba completamente, y todos me miraban con cariño, sin una pizca de pena, ocultando su tristeza. Yo me fui con una sonrisa en la boca, lágrimas en los ojos y la sensación de ser querido. Yo morí feliz.

Con la verdad por delante (I)

      Pues eso. Que no siempre se puede controlar todo. Que a veces a la vida le da igual lo que tengamos pensado y da un vuelco inesperado. Que nunca llevamos a cabo nuestros planes como habíamos decidido. Que pueden salir mejor o salir peor, pero eso ya no está a nuestro alcance. Pues eso.

  Yo querría haber ido a Cambridge a estudiar Derecho. Tenía pensado hacer un Master en la London School of Economics y empezar a trabajar en un bufete de abogados de vuelta a España, mientras cultivaba mi relación con la maravillosa Ágata, que aún no se había percatado de mi existencia pero que lo haría dentro de poco. Estaba seguro. Lo tenía todo bajo control.

  Cariño, no es más que una revisión rutinaria. No te preocupes. Cariño, puede que haya dado positivo, pero seguramente sea un tumor benigno. No te preocupes. Cariño, se está expandiendo por el pulmón derecho pero te lo van a sacar pronto y mientras tanto tendrás que vivir en el hospital, donde estarás mejor atendido. No te preocupes. Cariño, las células cancerígenas están peligrosamente cerca de tu corazón y no reaccionas bien a la quimioterapia, pero ya lo solucionaremos. No te preocupes. Cariño, no tienes ni un diez por ciento de probabilidades de salir de esta, pero eres muy fuerte y todos confiamos en ti. No te preocupes. Cariño, te vas a morir en un mes. Preocúpate.

  Punto y final. Mis sueños, mis planes, mis miedos, mis deseos, mis aspiraciones, todo se fue a pique en el momento en el que mi madre entró en mi habitación con el doctor Martínez. Ella tenía los ojos llorosos y le temblaba la voz, mientras que el médico parecía haberse aprendido de memoria el ridículo discurso que pronunció a continuación. Bua, como si me importara lo más mínimo.

  Bueno, tenía diecisiete años y un tumor gigante dentro, pero me también la vitalidad  necesaria como para saber que si solo me quedaba un mes de vida no me lo podía pasar deprimido en una cama asquerosamente blanca en un hospital asquerosamente limpio. Así que me puse a pensar qué podría hacer. ¿Escalar el Everest? No, apenas podía levantarme de la cama sin tener que volver a sentarme enseguida por el cansancio. ¿ Mudarme al Caribe? Muy improbable. ¿Comprarme todos los skates que me gustaban? Casi que tampoco. ¿Aprender italiano, la lengua más bonita del mundo? Algo más posible, pero no. ¿Tocar el violín hasta que me sangrasen los dedos? Factible. ¿Reventar a base de brownies? Aceptable. ¿Montarme en todas las montañas rusas de España? Atractivo. ¿Despedirme de toda la gente a la que quiero? Perfecto.

  Y tras este corto razonamiento cogí papel y lápiz y comencé a escribir una lista con los nombres de todas las personas con las que querría hablar. Mis padres, mi hermana, mis abuelos, tíos, primos, David, mis demás amigos, algunos profesores… intenté reducir un poco el número de gente, pero aún así tocaba a más de tres por día. Bah, qué más daba; tampoco es que tuviera nada más qué hacer. Al lado de cada nombre anoté lo que más me gustaba de cada persona. Por ejemplo, optimismo para mi abuela, sinceridad para mi padre y valor para mi madre. Algunas veces me fue bastante difícil decidirme por una sola cualidad y llegué a apuntar hasta cinco virtudes (mi amigo Jaime), pero conseguí no escribir más de dos o tres para la mayoría.
           

Sigue nadando, sigue nadando (I)

Siempre me ha disgustado la sequedad del aire de mi país. En Méjico apenas hay oxígeno para todos  y el calor hace que la respiración sea aún más difícil. Además del dinero, la educación, la salud y la honestidad, el aire limpio escasea y hasta los niños más pequeños parecen luchar con uñas y dientes por un solo soplo de brisa. El ondear de las hojas de las palmeras es, aparte de una señal de que la época de cultivos se acerca, un símbolo de libertad, pues al menos los árboles pueden moverse y agitarse sin que nadie les controle.

En mi país siempre hay alguien mirando, observando, tratando de pillarte con las manos en la masa cometiendo algo ilegal. Son soplones de la pasma, como decía el cantautor español Joaquín Sabina, que necesitan dinero a toda costa. Pero los traficantes son bastante más ricos que la policía y ofrecen recompensas a los que desvíen la atención de ellos señalando a pequeños delincuentes, cuyo único delito consista probablemente en robar una barra de pan. Los peces gordos siempre son los últimos en caer.

Por eso y por muchas otras razones decidí huir. Llevaba cinco años trabajando en una empresa de viajes como limpiadora y había reunido suficiente dinero como para pagar a un coyote que me llevara sana y salva a Texas. Mis padres también habían querido salir de Méjico, pero por unos motivos y otros no les había sido posible. Mi plan era trabajar como enfermera en un hospital cercano a la frontera  e ir pasando a toda mi familia una vez que tuviera el dinero suficiente para ello. Había aprendido el oficio de mi madre desde que no era más que una niña y contaba desde hacía apenas un mes con el título de enfermería de la Escuela Oficial de Formación Profesional de Monterrey, es decir que encontrar trabajo no debería ser un problema.

Salí de mi cochambroso apartamento el uno de Abril a las tres y media de la madrugada llevando solo una pequeña mochila a la espalda. Dado que la mitad de “mis” pertenencias no eran en realidad mías, sino préstamos de familiares y amigos, no me había resultado muy difícil decidir que llevar conmigo en el viaje. Además, seguro que en cuanto empezara a ganar dinero podría comprarme todo lo que quisiera. Estaba lista para vivir el sueño americano.

Mi coyote era un hombre joven, corpulento y no muy agraciado que dijo llamarse Manuel. Ya estaba rodeado por un séquito de muchachos nerviosos y muchachas asustadas que, como yo, se habían convertido por unos días en pollos indefensos en manos de nuestro guía. Éste último pidió silencio con la mano y nos hizo un ademán para que le siguiéramos. Caminamos durante casi cuatro horas sin pronunciar una sola palabra, escuchando perfectamente el sonido de nuestra entrecortada respiración. El único que parecía estar tranquilo y en su salsa era Manuel, que se giraba de vez en cuando y nos miraba sonriente, como si se estuviera burlando de nuestro miedo.

Un destello de esperanza (I)

Héctor llegó a nuestro centro un caluroso día de Julio a la hora de la siesta. Mejor dicho, Héctor fue arrastrado a nuestro centre un caluroso día de Julio a la hora de la siesta. Era un chico muy moreno, menudo, con un ojo morado y los brazos llenos de cortes “accidentales”. Pese a la falta de fuerzas y al agotamiento causado por el largo viaje en la cochambrosa furgoneta que los municipales utilizaban para este tipo de niños… problemáticos, el joven no dejó de patalear y lanzar puñetazos a diestro y siniestro hasta que los guardias de la entrada lograron atarlo a una silla de mi despacho.

 A primera vista, lo único que hubiera infundido Héctor a cualquiera con dos dedos de frente era miedo; miedo y resignación, pues se veía a la lengua que no era más que un caso perdido, otro de los muchos niños que llegaban a nuestro centro con menos de catorce años y salían al alcanzar la mayoría de edad para ingresar en una cárcel a los pocos meses. Pero yo vi otra cosa, algo que me llamó la atención mucho más que los numerosos moratones de inquietante tamaño que le cubrían de la cabeza a los pies, o que el tatuaje infectado que rodeaba su pantorrilla izquierda, o incluso más que la colección de piercings que adornaban su deformada boca, dándole un aspecto aún más macabro si cabe.

 Me fijé en sus ojos, esos penetrantes pozos negros que parecían analizar instantáneamente cada detalle que ocurría a su alrededor. Además de agresividad, coraje, fuerza y tristeza, percibí en ellos un destello de esperanza, de voluntad para cambiar. Había algo en él que se arrepentía de los delitos que había cometido y estaba dispuesto a convertirse en una persona honesta y de buen corazón. Pero lograr que esa minúscula chispa de color  venciera sobre el resto de su carácter desafiante no iba a ser tarea fácil.

Comenzamos con los ejercicios habituales: deporte en el gimnasio del centro y en la piscina, escultura y música. Los psicólogos que habíamos contratado hacía ya años insistían en que gracias a esta serie de actividades los muchachos podrían liberar tensiones y conseguirían expresar lo que sentían, por mucho que quisieran ocultar sus emociones y mostrarse al mundo como bestias sin corazón. Pese a mi escepticismo inicial por la idea de contar con profesionales de este tipo, debía reconocer que el programa que habían diseñado solía dar muy buenos resultados en la mayoría de los chavales. Pero no sucedió lo mismo con Héctor. Desde el primer día, su estancia en el centro de integración estuvo marcada por la violencia y la negación. Nunca quería hacer absolutamente nada de lo que se le proponía y arremetía contra toda persona que tratase hacerle entrar en razón. Durante una de sus primeras sesiones de natación, el joven intentó ahogar a dos de sus compañeros y golpeó al monitor cuando le obligaron a salir de la piscina.