Bienvenido a mi día a día y a mi escondite. Aquí encontrarás historias, reflexiones y un poco de todo lo demás, salpicado con motas de alegría y supervivencia.

martes, 24 de diciembre de 2013

Historia de un Reino

    Había una vez un príncipe muy grande con una cabeza muy pequeña que vivía en un castillo muy normal.
    Todas las mañanas, al levantarse, se daba con el techo en la cabeza, y los gemidos de dolor que salían de su garganta ya funcionaban como despertador entre sus súbditos. Refunfuñando, se levantaba, con mucho cuidado de no golpearse más; pero como acababa de despertar aún estaba adormilado y no podía evitar lastimarse con todas las puertas que encontraba a su paso. A cada zancada, sus gruñidos se hacían más fuertes, ¡no dejaba dormir a nadie! Molestos, sus criados se resignaban a aguantar sus aullidos, conscientes de que no podrían descansar más.
   Cuando, más tarde, llegaba la hora de levantarse en el castillo, el enorme príncipe ya llevaba mucho rato dando vueltas en los pequeños salones, chocando con todo lo que encontraba en su camino y gimiendo de dolor y de rabia con cada golpe. Era muy molesto, eso seguro, pero también era un príncipe, pensaban los que le rodeaban. "Tenemos que respetarlo", murmuraban fastidiados cuando el príncipe pasaba a su lado, haciendo ruido y destrozándolo todo a su paso. Pero más que respeto, lo que sentían hacia el príncipe era miedo. Sí, sí, el más profundo pavor que podían sufrir ante nadie: no solo era todopoderoso en la región y podía ordenar torturas, ejecuciones y cualquier cosa que se le antojara sin restricción; sino que además su imponente tamaño y sus malos humos podrían asustar hasta al más valiente de los leones.
    Por eso callaban siempre, guardándose las réplicas para sí. Solo los más valientes se atrevían a comentar su malestar con el resto de los súbditos, ¡y no pocas veces había caído alguien al escuchar un espía la más mínima queja contra el monarca!
    Por suerte para el príncipe, fuera del palacio no se sabía nada de sus métodos. Sus cómplices les contaban a las gentes del reino que el soberano solo vivía para protegerles contra una bestia, malvada y feroz, que nadie jamás había visto. Los pobres ciudadanos que vivían fuera del alcance del príncipe eran los más incultos y los que menos conocimientos tenían: no habían estudiado, habitaban en la miseria y comían lo que encontraban en los alrededores del castillo. Los mandatarios, pues así eran conocidos en las calles los encargados de ejercer la voluntad principal, seleccionaban a los más inteligentes y les llevaban a palacio, bajo la promesa de una vida de riquezas, cerca de su amado señor. La mayoría aceptaban, ¿cómo no iban a hacerlo? Pero no volvían a ver jamás a sus familias, no se les permitía salir del castillo. Para ser fieles a la verdad, tenemos que admitir que los residentes de la fortaleza sí llevaban una vida mejor que sus necesitados compañeros; sin embargo el verdadero objetivo de los mandatarios al trasladarles no era aprovechar su intelecto para mejorar la vida de los demás, ¡claro que no! ¡Lo que hacían era atontarles, robarles todo rastro de ingenio para impedir que se tornaran contra el príncipe!
    Y, a decir verdad, funcionaba. Nadie jamás se había rebelado, a nadie parecía molestarle la tiranía a la que vivían sometidos; se quejaban en silencio, ¡ay del que no fuera lo bastante discreto para sobrevivir! Solo en el palacio se oía hablar de conspiraciones contra el soberano, y la mayoría solo eran rumores que se inventaban los espías para descubrir posibles rebeldes y eliminarlos. Fuera de la residencia real, se adoraba al príncipe como a un dios. Las gentes lo consideraban su salvador, su protector contra el enemigo, su amado patrón. En las sucias callejuelas de las ciudades, los caricaturistas retrataban al príncipe en toda su grandeza, los músicos le dedicaban canciones aduladores y los comerciantes besaban las monedas que llevaban acuñado su rostro.
    Aunque nunca lo había visto, pues el jerarca no solía salir de su palacio, donde se reunía con sus encargados, comía, bebía y se reía de todo el que podía; la población se encontraba en un estado de trance amoroso por su soberano que ya se mantenía durante siglos. Mientras que el resto de estados del mundo conocido habían realizado numerosos avances técnicos, sociales, culturales y se habían deshecho de figuras equivalentes al príncipe de nuestro reino; en esta comarca hacía ya más de mil años que nada cambiaba. Ni la pobreza, ni el hambre, ni las injusticias ni el totalitarismo se habían modificado ni un ápice. Pero como nadie sabía nada de lo que ocurría al otro lado de las fronteras, ¿qué iban a hacer? ¿Esperar algo mejor? ¿Y qué podía ser mejor que honrar y servir eternamente al más honroso señor jamás habido? Nada, por supuesto.
   Pese a todo, un buen día, un pequeño chico de apenas trece años, recién llegado a palacio, se tropezó. Sí, sí ¡se tropezó! El pobre no podía atarse el zapato izquierdo y, al agacharse, resbaló en el reluciente suelo y acabó rodando a los pies del monarca. Todos a su alrededor se quedaron boquiabiertos de espanto, cómo se atrevía un renacuajo así a caerse delante del príncipe. Esperando lo peor, muchos tornaron la vista, pues ya habían visto (y sufrido) demasiadas torturas a lo largo de su vida. Pero al pobre muchacho, inconsciente de lo que era capaz su alteza, ya que solo conocía las historias que se contaban en las calles sobre su magnificencia y piedad, se agarró a los ropajes del monarca para ponerse en pie y murmuró un claro "lo siento", con una amplia sonrisa en su cara.
   Pero esta mueca no le duró mucho tiempo. Al tirar de la túnica del príncipe, a este se le había caído casi entera y, lejos del cuerpo inmenso que todo el mundo esperaba ver, aparecieron cuatro enanos, uno encima del otro, que perdieron el equilibrio rápidamente y cayeron al suelo de oro de la sala, causando un gran estrépito.
    Estupefactos, los súbditos palaciegos se acercaron poco a poco a esos extraños seres que durante tanto tiempo habían confundido por un colosal soberano, y, todos a la vez, se dieron cuenta del engaño del que habían sido víctimas. Curados como por arte de magia de su dañina ceguera, llevaron entre todos a los enanos a las mazmorras y corrieron por las ciudades a contar la verdad a sus habitantes. Se descubrieron los espías, los crueles mandatarios fueron expulsados y se eligió un nuevo monarca de entre los más preparados, que dedicó sus esfuerzos a mejorar el estado de su población y fomentar la educación, angustiado por la idea de que algo tan horrible como lo ocurrido con los enanos volviera a suceder. Al cabo de los años, hasta los más pobres y con menos acceso a la rica cultura del país eran capaces de juzgar por su cuenta si querían apoyar unas propuestas u otras, reafirmando sus derechos con cada paso que daban hacia el progreso.
    Lo hicieron tan bien, que ahora nadie se puede creer que un engaño tan espantoso llegara nunca a ocurrir y toman esta historia por cuento chino, ciegos de nuevo a las mentiras que les rodean.


jueves, 5 de diciembre de 2013

Trance

   ¿Por qué?
   Pues porque sí, como si alguien se molestara en buscar alguna solución, alguna razón, algún simple motivo para hacer algo.
   Así que sigo, haciendo lo mismo que hago todos los días, Sin pensar, sin llegar a nada. Porque sí.
Me levanto a duras penas, evitando pensar en ella. Me ducho, bajo a desayunar y la veo en todas partes. Está en el espejo, a mi lado, en el armario, en la silla cubierta de ropa, tumbada en la cama, esperándome en la cocina. Cierro los ojos para evitar su recuerdo, pero descubro que también está dentro de mí, en cada recoveco de mi ser. No consigo escapar.
   Dejo salir un suspiro de frustración que acaba en un doloroso grito y pego un puñetazo con todas mis fuerzas a la mesa, lo que solo me causa aún más dolor, si es que eso es posible. Las primeras lágrimas del día se deslizan veloces por mis mejillas y caen en lo que iba a ser mi desayuno. Pero no tengo hambre. Ni sed. Ni siquiera sueño, ya no.
    Al principio podía, es cierto. Las primeras semanas bastaba con comer todo lo que encontraba, beber hasta vomitar a todas horas y pasar el resto del día dormido, aislado del mundo y de sus gentes, tan estúpidas y simples. Nadie fue capaz de entender lo que sentía, nadie fue capaz de ayudarme.
    Ahora ya no tengo remedio, lo admito. Hago lo que debo hacer, sin dedicarle mucho tiempo a nada en particular, mas que a llorar y llorar todavía más. No entiendo nada, no comprendo por qué te fuiste, cómo me pudiste dejar. Perdí la fe en todo en lo que llegué a creer y ahora camino como un muerto por mis días, intentando acercarme a ti y a la vez alejarme de tu fantasma, que no me deja en paz y me persigue hasta en los sueños más felices, arruinando cada recuerdo.
   Ya no sé si vivo, si he fallecido y si esto solo es un trance; un puente para alcanzarte una vez más. Solo sé que si este infierno es vida, con cada paso que doy estoy más cerca de la muerte. De la suave y dulce muerte. 
   De ti.

lunes, 4 de noviembre de 2013

Te veo a ti

   -Te veo a ti
   Corría, saltaba, volaba por las calles de la ciudad gris. Quería huir de la fealdad de los edificios, de la tristeza de la gente y de esas cuatro palabras. Pero, por muy rápido que fuera, éstas me perseguían y me acorralaban, dejándome sin escapatoria. Se ensañaban conmigo, me torturaban y se reían de mi desesperación. Solo podía salir corriendo una vez más, intentando sin éxito refugiarme en el pasado. Aunque me esforzara por dejar atrás la verdad y volver a mis dulces memorias, incluso éstas habían cambiado y ya no eran tan felices como antes. Antes.
    Antes solo tenía que esconderme en sus brazos. Antes él me protegía de cualquier problema. Antes... Hablábamos, reíamos, nos queríamos, pero no lo suficiente. Debí haberle mostrado más cariño, haberle contado todos mis secretos y haber pasado más tiempo a su lado. No sabía que nuestro amor era caduco y nos quedaban poco por disfrutar.
    ¿Por qué no le respondí?
     Aquella tarde fue única, en su coche recién estrenado, abrazados y apartados del mundo exterior; como si el vehículo fuera una burbuja en la que solo importábamos nosotros, nuestros besos y nuestras caricias. Recuerdo que respiré profundamente y, al ver la foto que había colgado en el retrovisor, en la que salíamos nosotros dos sumergidos en un beso eternamente dulce e infinito, fui inmensamente feliz. Nadie podía sacarme de este sueño.
    - ¿Piensas en el futuro?
     Se me quedó mirando  largo rato, intentando descifrar mi pregunta, que en realidad no tenía nada de complejo. Me encantaba eso de él, que siempre le buscara los tres pies al gato, sin dejarse llevar por primeras impresiones.
    - ¿Y tú?
      Puse los ojos en blanco y le di un codazo cariñoso, picada.
    - Lo digo en serio.
    -Supongo que sí- murmuró, algo confuso, porque ya se imaginaba adonde quería yo llegar.
    - ¿Y qué ves?
   Me quedé expectante. Llevaba bastantes días deseando preguntarle eso. Ya en verano había decidido que quería pasar el resto de mi vida con él. Era mi príncipe azul y nos amábamos con locura. No había nada que pudiera arruinar un futuro juntos.
    Suavemente, se inclinó hasta mi oído y me susurro con voz dulce:
    - Te veo a ti.
   Sin poder contener más mi alegría, le besé con todas mis fuerzas, y el me respondió con aún más pasión; apretándome contra sí como nunca lo había hecho, uniéndonos el uno con el otro en una fusión perfecta.
    Divertida, salí del coche riendo, ignorando los "¿Y tu?", que gritaba desde el volante, molesto por mi repentina huída. Sin hacerle caso, volví a mi casa y me quedé hasta las tantas bailando en mi habitación con los auriculares puestos.
     Las siguientes semanas fueron un cuento de hadas; pasé cada minuto libre con él; mirándonos, ronroneando sin preocupaciones. Pensé que éste era el principio de una maravilla eterna, que nunca nos separaríamos.
    Hasta el tercer martes por la tarde, todo fue idílico: su mirada embriagadora, sus dientes separados, sus brazos fuertes, su voz deliciosa, sus complicadas adivinanzas, sus chistes ridículos... todo. No podía ser más feliz. Llegué a casa del colegio, sonriendo abiertamente y arrojé la mochila a la cama despreocupada. Me tumbé en la alfombra, cerrando los ojos y saboreando el calor que desprendía el nuevo radiador. Toc toc. Tenemos que hablar contigo. Toc toc. Pasad. 
   Y entonces lo supe. Como un hacha, la noticia me atravesó lentamente, retorciéndose dentro de mí. No quería creerlo. ¡No podía creerlo! No era verdad. No, no, no. Chillé, lloré, pataleé e intenté deshacerme de todas las formas posibles del abrazo reconfortante de mi padre. Sollocé, una y otra voz, gritando su nombre en un sonido gutural, deseando que me escuchara, que estuviera allí para ayudarme. Mi madre lloraba también, mirándome aterrorizada desde la cama. Pero ya todo daba igual.
    Ya no era yo. Cambié totalmente, olvidando que antes había sentido amor hacia otra persona, me convertí en un zombie. Solo pensaba en él, en lo que le echaba de menos, en lo que le había querido. Lloré cada noche y cada día, incapaz de concentrarme en ninguna otra cosa. No quería escapar, me merecía este suplicio. Debería haberle amado más, haberle besado más, haberle querido más... cuando podía.
    Pero por mucho que le echara de menos, no podía verle. No podía llegar hasta él. Era imposible acercarme a donde estaba ahora, por mucho que lo intentara. Tenía tanto que decir, tanto que cantar y escribir; pero no lo conseguía. Lo más doloroso era pensar que habíamos estado tan cerca de tener un futuro juntos, felices... y una curva de carretera mal señalizada nos lo había arrebatado de las manos.
      Ya ni siquiera podía refugiarme en el coche, que había quedado aún más destrozado que yo. Así que un día, sin pensarlo dos veces salí corriendo de casa y no paré hasta alcanzar el lugar donde habían enterrado su tumba. Entre respiraciones entrecortadas y sollozos de angustia me arrodillé y, por primera vez en mucho tiempo, abrí totalmente los ojos. Miré al rededor, y de nuevo fijamente a la lápida que tanto había odiado.
    -Te vi a ti.
     Me sentí liberada, y poco a poco, mi ansiedad se fue transformando en un llanto de alivio. Las lágrimas caían veloces por mis mejillas, y la pena se iba separando de mí. Me fui deshaciendo del dolor que albergaban mis entrañas, estaba más ligera, más joven, lista para vivir de nuevo. Siempre junto a él. Pero ahora sería él, su memoria la que me seguiría a donde fuera, y no yo la que se aferrara a su recuerdo como los niños a sus madres.
    Lentamente, me levanté y volví por donde había venido. Segura, libre y sin mirar atrás.

lunes, 28 de octubre de 2013

No importa

     Y eso es todo. No hay más, no ha valido para nada. Llegas, lo haces lo mejor que puedes, entregas y te vas. Ya no puedes cambiar nada. Esos sesenta minutos de nervios extremos y escritura inteligible tienen que describirte. Representan lo que sabes, cómo estudias, si eres responsable o te pasas todo el día sin hacer nada. Cualquier mínimo despiste, causado por los nervios, por el desconcierto, porque no consigues concentrarte con los gritos del patio, porque estás pensando en él, porque en tu cabeza no paran de sonar tus canciones favoritas; cualquier error te define como una vaga, relativamente estúpida, incapaz de seguir las instrucciones del ejercicio. Y como no puedes hacer nada más, quedas como una tonta, impotente y ansiosa por demostrar que en verdad vales algo más que una nota.
    ¿A quién le importa lo que digas? Tienen sus papeles, con el margen que te han pedido que dejes para las correcciones, los bocetos con los colores necesarios e incontables fallos que van a bajar tu nota a la velocidad de la luz. Pero qué más da lo que digas, que lleves una semana sin dormir por el examen, que hayas estudiado como nunca y que no puedas estarte quieta de los nervios. Se supone que te tienes que quedar sentada, como siempre, hincando los codos un poco más, para luego tirar todo tu esfuerzo a la basura porque te has equivocado en una tontería. ¡Ah! Se siente. 
    Luego volverás a casa, sintiéndonte imbécil, porque de tanto repetirlo has acabado creyéndote tu propia estupidez. Ni siquiera tienes tiempo para llorar un rato porque tienes que prepara las clases del día siguiente y el próximo examen. Ese curso que empezaste con tanta ilusión, entusiasmada y segura de tus posibilidades se va desmoronando poco a poco sin que puedas hacer nada. Tampoco rebelarte ¿contra qué? En el fondo, sabes que necesitas estudiar y que es bueno para ti y para tu futuro. Tu futuro, tu futuro, tu Futuro. Todo se basa en una hipótesis mal formulada sobre la carrera que vas a elegir en los próximos dos años. Y cuando la acabes, ¿qué te queda? Con mucha suerte, un trabajo. Entonces todo habrá valido la pena, por supuesto, quién no quiere pasarse veinte años estudiando como una bestia, angustiado por cada mínimo detalle, para luego conseguir un empleo mal pagado en el que hay que trabajar aún más.
      No le encuentras sentido a nada y cada vez te cuesta más centrarte; necesitas hablar pero para qué vas a contarle a nadie lo que te pasa si tus amigos están igual de ansiosos que tú. Y  así todos los días, pasa una semana, dos, un mes, y sigues tragándote tus miedos y preocupaciones; ¡incluso lo que te ilusiona! Te recuerdas a ti misma a un robot, te sientes ignorada por todos, se te están juntando demasiados asuntos del colegio, de tus amigos, de él (que ha conocido a otra y te ignora por completo), de tu familia... Acabas llorando muchas noches, mas finges ser impasible y estar alegre, como si no te afectara.
     Pero en el momento en que te sientas frente al ordenador y ves las teclas brillantes listas para escribir, te sale la angustia a chorros y no puedes parar hasta que no has sacudido la última gota de indignación y tristeza que hay dentro de ti.
      Apagas, suspiras y guardas el móvil en el cajón porque no quieres ni verlo después de lo que ha pasado. Te metes en la cama pronto, por si mañana es un día mejor.


domingo, 27 de octubre de 2013

El cuadro

   No sabemos lo que tenemos hasta que lo perdemos.
   En principio, hay que reconocer que esta famosísima expresión que repiten constantemente las madres del mundo tiene algo de verdad: muchas veces, ni siquiera somos capaces de apreciar nuestros bienes, pero cómo lloramos cuando nos quitan cualquier cosa, por ínfima que sea.
    Sin embargo, yo creo que más importante y realista que esta afirmación, es que no sabemos lo que queremos, al menos en mi caso (no se vaya a ofender nadie). Y es que, hay gente que tiene clarísimo desde muy niño a que se quiere dedicar de mayor, y son capaces de todo para conseguirlo. Tienen un objetivo compacto ante los ojos, un camino que seguir, una meta que les da seguridad y les motiva a seguir adelante. Pero luego también hay otro enorme grupo de personas que se pasan la vida buscando incentivos, buscando ese propósito que tan obvio es para los primeros.
     ¿Cómo sabemos siquiera lo que deseamos? Únicamente sabemos lo que tenemos que querer. Desde pequeños, nos han orientado a estudiar "algo con muchas salidas". Pero ¡de qué valen esas "salidas" si no se adecuan a nosotros! Tal vez quieras hacer económicas para tener un buen futuro asegurado, con una esposa guapa a tu lado y un par de hijos que tengan buenas notas en el colegio. ¿Esa es tu vocación? Al menos desde fuera parece bastante vacía, como si se la hubieras robado a otra persona. También es posible que tengas la necesidad de sentirte bien contigo mismo, de demostrarte que en el fondo has hecho algo bueno por el mundo aparte de nacer, ganar dinero y morirte dejándoselo a tu descendencia para que se acuerde de ti. Y para éstos últimos existe la fantástica opción de ayudar en un comedor social un par de días al mes, para poder presumir de ello por toda la ciudad y desprestigiar a los que de veras están interesados en ayudar a los más desfavorecidos.
    Lo mismo ocurre con muchas ONGs o incluso trabajos comunitarios: sirven de "sacacuartos" y para hacer evitar que la gente se sienta inútil. Pero cuidado, no estoy diciendo que este sea el caso de todas las organizaciones de este tipo ni de todos sus socios o voluntarios, ¡ni mucho menos! La mayoría desempeñan trabajos admirables sin esperar prácticamente nada a cambio; a mí me encantaría trabajar en un centro de apoyo o de mayores en mi ciudad.
   El problema, por supuesto, reside en como se enfoca esta ayuda. Porque muchas veces, los donantes miran con superioridad a los más pobres, sintiéndose dioses recién bajados del Olympo al ayudarlos. Y eso por supuesto, por muy noble que sea el resultado de su colaboración (que esa es otra, pues no son pocas las organizaciones de beneficencia que se han visto inmiscuidas en casos de corrupción), deja mucho que desear sobre sus verdaderos fines.
     Ahora, volviendo al tema de que no sabemos lo que queremos, parece que me ha quedado una entrada bastante moralista (demasiado, diría yo). Pero tengo que añadir que todo lo que he escrito en referencia al ámbito profesional se aplica también en bastantes casos a las relaciones personales. Tenemos una idea bastante abstracta de como sería nuestra pareja ideal y buscamos alguien que se parezca un poco a esta ilusión que nos hemos creado; pero las más de las veces esa persona lleva algunos meses allí, apoyándote y haciéndote reír de una manera tan natural que ni siquiera eres capaz de darte cuenta de que su presencia no es normal en tu vida, de que ha cambiado algo. Solo te percates cuando, tras varias discusiones incómodas, parece que se ha cansado de ti y, de un momento a otro pierdes gran parte de su cariño. Aunque claro, tienes tantas cosas que hacer que no encuentras el tiempo para contárselo a una amiga que te pueda ayudar. Tienes que tragarte lo que sientes y poner buena cara, no vaya a ser que alguien se de cuenta y desvele tu secreto.
        En definitiva y por sacar alguna conclusión de este terremoto de palabras, no tengo ni idea de qué quiero. Únicamente hay un boceto hecho a lápiz en mi cabeza, me falta decidir los colores y el lienzo para poder colgar el cuadro en el salón.



   

viernes, 25 de octubre de 2013

La Estafa (V)

    No entiendo lo que ha pasado. Hace apenas una semana, me trataba con desprecio, me ignoraba completamente. Parecía odiarme. Y a mí me daba verdadero asco.
   Pero ahora todo ha cambiado. Es viernes por la noche, estamos sentados en uno de los restaurantes más caros de la ciudad, esperando a que nos sirvan la cena. Ayer fuimos a la bolera, anteayer me invitó a un helado gigantesco en el parque y el martes dimos un largo paseo después del trabajo. Es completamente absurdo. No sé cómo reaccionar, ni siquiera sé por qué respondo a sus atenciones. Hasta que dejo de comerme la cabeza buscando argumentos para no estar allí con él y le miro a los ojos. A esos profundos ojos azules que me observan y alcanzan lo más profundo de mi ser, como si siempre me hubieran conocido.
   Y entonces me doy cuenta de algo obvio, que nació hace poco tiempo. Me estoy enamorando de él.
    Carraspea y me sirve más champán exquisito de la botella que acaban de traernos. De nuevo, me dedica una sonrisa perfecta y me acaricia la mano por encima de la mesa. Se inclina un poco y me mira fijamente, como si intentara descifrar mis pensamientos.
- Gracias- dice.
   Le miro interrogante y me responde con un ademán de mano, llamando al camarero. Este asiente discretamente con la cabeza y se marcha apresurado de la sala. Al instante, regresa con un ramo de rosas gigante que me entrega sin vacilar. Todo el restaurante nos está mirando. ¡Dios mío! Me ha regalado flores ¡esto es una cita! Sonrío abiertamente a Gabriel, que me mira expectante, y sin perder un segundo, me levanto le beso en la boca. Es un beso largo, dulce, precioso. Cuando nuestros labios se despegan, los demás comensales nos aplauden y los dos nos ponemos un poco rojos.
     Me agacho ligeramente y le susurro que nos vayamos, que ya no tengo hambre, que quiero estar con él y solo con él. Me coge de la mano y, juntos, huimos del establecimiento para acabar corriendo por la calle. Felices.
- Gracias- repite-, por esta semana mágica.
    Más allá de sus palabras, es su mirada, el brillo de sus ojos lo que más me impone. De alguna manera que no logro definir con palabras, parece atravesarme, ver lo que hay dentro de mí, ¡conocerme! Pero si no me conoce, qué estoy diciendo, apenas hace 20 días que nos presentamos.
¿Y qué? ¿No hablan las canciones de amor a primera vista? Pues ya ésta. Que le quiero.
-Te quiero- susurro, sin pensar. ¿¡Pero qué he hecho!? ¿Qué va a pensar ahora de mí? Siento como la sangra inunda mis mejillas, debo estar más roja que un tomate; hasta que, en el momento perfecto, Gabriel se acerca a mi lentamente y me besa en la boca. Interminable y a la vez instantáneo. Como nuestro amor. Como nosotros.
-Te quiero- afirma él también con decisión, sacándome de mis peores temores.
   Y entonces todo me da vueltas, solo me importa Gabriel, sus brazos fuertes que me rodean y no me dejarán caer, su boca con sabor a chocolate por la tarta que acabamos de compartir, su pelo suave y rizado. Él. Y yo. 
   Nosotros.

jueves, 10 de octubre de 2013

Fin

    Tiene calor.
    Diego se seca el sudor de la frente con una mano y sigue avanzando por la concurrida avenida de los cerezos. Ahora que se fija, todo el mundo a su alrededor va acompañado. Menos él mismo, claro. Todos van en parejas o pequeños grupos, incluso se ve una aglomeración de gente a lo largo de la calle. Probablemente sea una manifestación. Bah, como si a alguien le importaran sus estúpidas protestas. Los transeúntes parecen felices, preocupados, tristes, enfadados, emocionados, nerviosos... parecen personas reales con alegrías y problemas que solucionar. Personas que sienten, y que sufren. Pero su sufrimiento no está justificado, a diferencia que el de Diego. Sabiéndose mejor que los demás, los mira con indiferencia y una pizca de compasión. Sí, tiene que admitirlo, le dan pena; sobre todo porque sabe que él antes también era así. Era un mero envase vacío: comía, bebía, dormía, estudiaba, ¿para qué? ¿Qué ganaba con eso? Nada, rien, اللا وجود. Ahora sí que valía para algo, tenía una función, un sentido en la vida, ¡un sentido importante! Cada día se alegraba más de haber conocido a Marcos. 
     Había sido un chico corriente, como él, pero decidió entrar en la fundación junto con su novia hacia ya más de cinco años. Diego le conoció en un parque, mientras paseaba a su antiguo perro, Dufo. Qué nombre más estúpido para un perro. Dufo. ¿Cómo había podido ser tan imbécil? Gracias a Marcos ya no es así. Se alisa la camisa, palpando suavemente el complicado mecanismo que lleva debajo. Nota cada esquina, cada tubo, cada cable. Sigue el camino de los alambres poco a poco, hasta llegar a su manos derecha, donde tiene el botón. Lo acaricia con suavidad, es su mayor tesoro, su salvación.
    Y de las cien personas que estén a su alrededor cuando llegue el momento. Marcos no vendrá, ni su novia, cuyo nombre ya ni siquiera recuerda. Ahora sólo puede pensar en un nombre, el de Dios. Sabe que está orgulloso de él, de sus progresos. ¿Y qué mejor final que el de un mártir? Ninguno. Se convertirá en ídolo, en profeta, en tótem. Será adorado y respetado durante muchas generaciones, otros seguirán sus pasos, será un ejemplo para ellos.
   Tiene calor.
   Está sudando mucho, se acerca el momento. Respira estos últimos segundos de aire puro y baja las escaleras del metro apresurado. Espera nervioso, y, por fin, llega su tren. Se monta en el vagón más concurrido y espera a llegar al túnel planeado. Cierra los ojos y murmura una última oración para pulsar con suavidad el botón que lleva un año llamándole a gritos.
    Fin.


 

jueves, 26 de septiembre de 2013

Nada

    Miró por la ventana.
    Sentada cómodamente en la pequeña butaca de color granate que compró hace ya bastante tiempo en una diminuta tienda de muebles local, Francesca observaba distraída el paisaje que se divisaba al otro lado del grueso cristal. Una nube gris y compacta parecía acercarse poco a poco al edificio, desafiando al radiante sol que brillaba intensamente e iluminaba toda la ciudad, intentando transmitir a sus desgraciados habitantes una pizca de felicidad y optimismo. Al ver llegar el nubarrón, la muchacha sonrió para sí, agradecida. Ya era hora de que alguien se diera cuenta de que el maravilloso clima del que llevaba gozando el país ya varios días, era, cuanto menos, hipócrita. Al igual que la familia "feliz" que pasaba en ese momento cerca de la ventana de Francesca. Todos sonreían, incluso los padres, y comentaban lo que había ocurrido en su tediosos día. Por mucho que fingieran ser las personas más alegres del mundo, no podían engañar a una erudita como Francesca. Ella defendía hasta la muerte la teoría de que nadie es feliz. Ni feliz, ni satisfecho de sí mismo, ni tiene ganas de vivir. Y si dice serlo, no es sino un triste mentiroso, aún más amargado que sus deprimidos compatriotas.
     Francesca sacudió ligeramente la cabeza con desprecio y dirigió una vez más su vista al cielo. El gigantesco nubarrón ya casi estaba encima de su edificio y comenzaba a dejar escapar algunas gotas traviesas. De nuevo, la muchacha no pudo sino cuestionarse cómo era tanta falsedad posible. Y tanta estupidez, para el caso. Fuera a donde fuera, las calles estaban llenas de carteles con eslóganes que invitaban a la alegría, y por supuesto de familias tan contentas como la que acababa de ver. ¿Cómo va a ser alguien feliz en este mundo tan lleno de injusticias? Solo por respeto hacia los que no tienen nada deberíamos estar solemnes y serios constantemente, pensó la joven. Además, queda la pregunta de qué significa ser feliz en realidad. Para Francesca, la felicidad no era sino una idea manipulada para animar a los estúpidos a comprar, como si la satisfacción con uno mismo se pudiera pagar con algo tan sucio como el dinero. Para Francesca, la felicidad no existía.
    Ella prefería sus canciones melancólicas, sus tragedias griegas y sus problemas del día a día. No solía sonreír, pues quería destacar. Quería demostrar al mundo, sí a ese mundo falso que la rodeaba, y del que, aunque muy a su pesar,  también formaba parte, que no era igual a todos los clones que se veían por la calle, desfilando para enseñar su suerte a los demás, para intentar convencerse a sí mismos de que albergaban al menos una pizca de amor propio. Encerrada en su cuarto con la ventana como único contacto con el mundo exterior, Francesca era una verdadera rebelde.
    Al menos, eso quería ser; pero, ¿para qué salir fuera y mezclarse con la gente? ¿Con esa gente? Nunca se había atrevido a salir de la ciudad. Bastante tenía con aguantar a sus compañeros, supuestos amigos, profesores, y toda persona que se acercara mínimamente a ella. Sin embargo, quería hacer algo, algo grande. Sí, desde luego. Francesca tenía un plan, ¡un plan maestro digno de ser admirado! Y cuando lo pusiera por fin en práctica, el mundo exterior se daría cuenta de su talento y dejarían de ser felices para unirse a ella en una vida de reflexión y amargura razonada, que, por supuesto, era lo ideal.
     Entonces, toda la gente que la rodeaba podría, al menos, avistar la verdad, esa cruel y fría realidad que torturaba cada día a la humanidad. Pese a todo, Francesca conocía a personas que se decían felices, que disfrutaban de la vida tal y como llegaba (¡cómo se atrevían!), que no eran falsos felices, sino verdaderos satisfechos sin preocupaciones. Eran imbéciles. Refugiada en su cuarto, Francesca despreciaba a todos y cada uno de sus conocidos, sabiéndose superior, pero especialmente a estos últimos, ni siquiera dignos de una mirada suya. Francesca era única.
    Pero el mundo no lo veía, ni siquiera lo intuía. Eso tenía que cambiar; y el cambio estaba cerca, muy cerca. Tal vez demasiado cerca. Con un suspiro, la muchacha se levantó, se volvió a sentar haciéndose una bola en su pequeño sillón que usaba como refugio y escondite del panorama al otro lado del cristal. Pensó en su plan maestro y en cuándo lo pondría en práctica. Sutil y delicada, una lágrima cristalina se deslizó por su mejilla lentamente.
    Miró por la ventana
  

viernes, 20 de septiembre de 2013

La estafa (IV)

   Bip bip bip. Bip bip bip. Me despierto con el insoportable pitido de mi despertador. A tientas, lo apago y sigo inconscientemente la misma rutina de siempre. Vestirse, hacer la cama, desayunar, baño, zapatos, abrir los ojos... Poco a poco logro recordar los eventos del día anterior. ¡Madre mía! De nuevo, las comisuras de mis labios se tuercen ligeramente hacia arriba y un arrebato de motivación y ganas de trabajar me recorre de arriba a abajo. Tras acabar lo que ya prácticamente se ha convertido en un ritual, me levanto de un salto con los stilettos abrochados (Dios sabe cómo, pero consigo no caerme) y me precipito hacia la puerta de entrada, que cierro con un portazo mientras espero impaciente el ascensor. 
     El camino a la oficina se me hace muy largo, aunque prácticamente voy trotando por las clles. Cuando por fin llego, le dedico una entusiasta sonrisa a la secretaria y aguardo (en lo que pasará a la historia como la sala de los sillones) la aparición de Gabriel hecha un manojo de nervios. Diez minutos después, el joven entra por la puerta y, sin siquiera mirarme marcha con paso decidido hacia el despacho que nos han asignado. Esto  si que no pueden ser imaginaciones mías, me ignora completamente. Con la cabeza baja, pues casi toda mi fogosidad se esfumado al ver su desprecio, avanzo hacia la habitación de la izquierda y, con un breve asentimiento de cabeza, me siento enfrente de Gabriel, totalmente perpleja.
   Mi compañero ya ha sacado algunos códices de la estantería de madera que ocupa toda la pared derecha y está ojeándolos con aspecto de concentración.
-Ejem...-carraspeo para hacerme notar.
Me lanza una mirada hostil y, tras vacilar unos segundos, se digna a reconocer mi presencia:
- Ve anotando lo básico del caso- dice, enfatizando la palabra "básico", como si yo no diera para más.
   Abro mucho los ojos y frunzo el ceño. ¿Pero quién se ha creído que es para mandarme? Está bien, puede que en un principio me pareciera encantador y guapísimo, pero es obvio que me equivoqué. Ahora que le veo cara a cara, no es más que un niño pijo con aspiraciones a abogado y demasiado buen concepto de sí mismo.
- Eso ya lo he hecho. Hoy tenía pensado revisar las cuentas de Jaime Alberola para buscar alguna irregularidad.
    La seguridad y el aplomo con el que respondo me sorprenden incluso a mí misma y no puedo sino sentirme orgullosa, por enésima vez en dos días, de la nueva Miranda, divertida y confiada profesional, algo desafortunada en el ámbito amoroso y con una larga lista de imbéciles engreídos en su historial.
 -¡No!-casi grita Gabriel, desconcertándome aún más, si cabe- Ya lo hago yo. Tú comprueba... los movimientos de Claire Charron.
    Esta vez soy yo la que le atraviesa con la mirada; pero, para evitar conflictos, le obedezco.
Compraventa de acciones, inversiones en bancos amigos, coches oficiales... parece que nuestra cliente se ha portado bien durante los últimos años. Aburrida, busco la carpeta con la información sobre el empresario, pero está en manos del francés, que la lee como un poseso. Noto como de vez en cuando me mira sospechosamente, pero no consigo pillarle haciéndolo. Cuando por fin suelta el dichoso portafolios tengo oportunidad de ojearlo. Más que otra cosa, me llama la atención la escasez de papeles y no puedo sino preguntarme si Gabriel tendrá algo que ver.
   Qué tontería. Por muy desagradable y egocéntrico que sea, dudo mucho que haya destruído pruebas contra el acusado. Qué tontería.
   Sin más vacilación, me sumerjo de nuevo en el duro trabajo de investigar los encuentros entre los dos gigantes, Charron y Alberola, Jaime y Claire. Tras cuatro tediosos días de soporíferas tareas inútiles, el señor Diéguez nos llama a su despacho con el pretexto de haber surgido un problema en nuestro caso.


- Disculpen las molestias, señores míos- se encoge de hombros, acariciándose la barba blanca- Ayer noche mantuve una videoconferencia por skype, ¡o cómo se llame ese cacharro con cámara! con su cliente. Por alguna razón que no ha querido desvelarme, la señora Charron me ha pedido expresamente que le aparte del Caso, señor Perrin. No se preocupe, trabajará usted de ahora en adelante con Jorge Rodríguez, un veterano abogado nuestro, ¡el mejor que tenemos! Lleva los divorcios, acuerdos matrimoniales, custodias... abogacía familiar, vaya. Usted, señorita Herrero, se dedicará en exclusiva al caso Crema, de ahora en adelante sola. Si necesita ayuda puedo remitirle a Ignacio Rota, fiscal experto en fraudes, un buen amigo mío. ¿Alguna pregunta?

La estafa (III)

    Definitivamente, hoy está siendo uno de los mejores días de mi vida. ¡No sólo he conocido al hombre de mis sueños, sino que además voy a trabajar con él! Por mi mente pasan imágenes románticas de comedias americanas sobre parejas que comparten vida las veinticuatro horas del día y acaban enamorándose. Espero que a nosotros nos pase lo mismo.
    Nos imagino tirados en mi sofá, revisando el caso; cenando en un restaurante refinado para concretar los detalles antes del juicio o simplemente en la mesa de su cocina (que en mi cabeza está perfectamente decorada y parece sacada de un catálogo de Ikea), engullendo Nutella o cualquier otra variante de chocolate. A mi alrededor retumba la melodía de "Love is in the air", el tesoro de los Beatles y muevo los dedos de los pies para marcar el ritmo.
    Pero de repente un brusco empujón me arranca de mis fantasías. Desconcertada, me giro y recibo una indiferente mirada de Gabriel, casi llena de desprecio. ¡Pero si hace un momento era un encanto! Nah, será una impresión mía. Como buena profesional que soy, le dirijo una sonrisa que invita a trabajar conmigo, con la brillante abogada Herrero. Pero esta vez estoy segura de recibir una hostil ojeada de mi compañero, que ni siquiera sonríe. ¿Se puede saber qué le pasa? Tal vez si intento sacar algún tema de conversación que le interese vuelve a ser adorable...
- Mmmm, ¿qué te parece el caso?
-Fácil.
Vaya, qué respuesta más expresiva.
-¿Sabías algo sobre Charron y Alberola antes? Yo había escuchado un poco en las noticias.
Puede que me lo esté imaginando, pero me parece que un ínfimo destello de miedo recorre sus ojos antes de responder, algo nervioso:
-Algo, no mucho.
-Ya- murmullo, vacilante.
    Sin venir a cuento, Gabriel agarra su cartera con las dos manos, como si temiera que se la quitase alguien, y con una breve inclinación de cabeza a modo de despido sale disparado por la puerta del piso. Me quedo perpleja en el recibidor, intentando encontrar una explicación a su desconcertante comportamiento. ¡No tiene sentido! ¿Cómo puede cambiar tanto? Antes de entrar al despacho no paraba de hablar y ahora apenas me dirige la palabra. Bueno, tampoco es que hayamos tenido oportunidad de charlar detenidamente, tendría prisa. Sí, seguramente debía marcharse rápidamente por una cita con el médico, o para recoger a su madre de... de dónde sea que esté su madre. No hay por qué preocuparse.
   Farfullo un cortante adiós y bajo trotando las escaleras. Ahora que lo pienso, ¡me han dado el trabajo! Por culpa de Gabriel (o tal vez gracias a él) ni siquiera me había percatado de mi hazaña. ¡Tengo trabajo! ¡Y un sueldo genial! Me siento tremendamente afortunada y por un momento solo pienso en gritar suerte a los cuatro vientos, así que me apresuro en llegar a casa y llamar a mi madre; pero tras el cuarto intento fallido decido salir un rato al parque más cercano a mi edificio para respirar aire fresco. Me pongo unos vaqueros gastados y una camiseta desteñida y corro fuera de casa. El viento me azota la cara, parece intentar advertirme algo, aunque nada puede sacarme del éxtasis en el que me encuentro: una parte de mí estaba convencida de que no iba a conseguir el trabajo, tal y como pasó en los seis últimos intentos. Nada más ver esa manchita, o más bien manchurrón, en mi historial, el entrevistador arqueaba las cejas y me despedían con el terrible "Ya te llamaremos" que nunca se cumple.
   Sin embargo, esta vez ha sido diferente, esta vez me han aceptado, ¡sin el más mínimo esfuerzo! Sonrío abiertamente a dos perros que juegan despreocupadamente, moviendo el rabo con alegría. La imagen, aunque ridícula, es cómica, y suelto una ligera carcajada desde el banco donde me he asentado. De repente me doy cuenta de que, pese a que no son más de las siete, estoy agotada y apenas puedo con mi cuerpo. Conteniendo un bostezo, me levanto estirándome y recorro el parque de vuelta a mi piso, aún sonriendo como una tonta ante mi suerte.
   Nada más llegar a casa, engullo rápidamente un taco precocinado y me acuesto sin quitarme la ropa. Sólo me da tiempo a cerciorarme de que la alarma está conectada y... caigo en un sueño profundo.

jueves, 12 de septiembre de 2013

Tormenta de Septiembre

    Después de un caluroso verano lleno de diversión, viajes y sin una pizca de trabajo extra, cuesta dejar los recuerdos estivales de lado y comenzar el curso con ganas. Si además hace sol y el clima invita a bañarse en cualquier piscina, retomar los hábitos perdidos es aún más duro.
   Pero por muy difícil que sea concentrarse y ponerse de nuevo las pilas, es lo que toca. Y si hay algo que ayude a acostumbrarse al viejo ritmo, son las tormentas. Por supuesto, a  una amante del sol y del calor como yo no le hace mucha gracia despedirse de la temperatura playera, pero reconozco que la lluvia de Septiembre me enamora. No dura mucho, es intensa y en cuanto acaba vuelve a salir el sol como si nu hubiera pasado nada. Las tormentas hacen que tenga ganas de correr a mi casa a cobijarme bajo las mantas con un buen libro, el reproductor de música o mi portátil para escribir. 
    Son completamente diferentes a los diluvios de Marzo, que te dejan calado y de los cuales nadie tarda en cansarse; los chubascos de Septiembre parecen gritar "¡Atención, ya está llegando el otoño!" ¿Y a quién no le gusta el otoño? No hace demasiado frío, los árboles se vuelven coloridos y las calles huelen a chocolate caliente.
    En estas fechas, no hay nada como sentarse cerca de una ventana con una amiga mientras cae el chaparrón; riendo, comiendo lo primero que se encuentre y haciendo tonterías para luego escribir sobre ello. Sobre una mágica tormenta de Septiembre.


martes, 10 de septiembre de 2013

YOLO

   ¿Qué significa conformarse? ¿Qué tiene de malo? ¿Y de bueno?
    En nuestra sociedad parece haber un gran desprecio hacia la "corriente conformista". Como ya comentaba en la entrada "La vida es bella", prácticamente estamos diseñados para querer tenerlo todo sin mover un dedo (o moviéndolo, depende de la persona). Por naturaleza no apreciamos lo que tenemos, ni nos conformamos con ello, y muchísimo menos con lo material. ¿Pero qué pasa con lo que no es material? La familia, los amigos, el colegio o el trabajo... tampoco los valoramos como deberíamos y eso nos hace ser más infelices de lo que sería razonable.
   Por supuesto, tenemos incontables motivos para estar (ligeramente) decepcionados: una mala nota, un discusión con tu mejor amigo, aguantar más de una semana sin que tu madre te dirija la palabra... pero afortunadamente la mayoría de ellos tienen solución, y el número de razones para estar satisfecho es infinitamente mayor.
   Siempre hay que aspirara a más, por supuesto, ¡un nueve es mejor que un diez!, pero lo que no debemos hacer es obsesionarnos con lo que queremos conseguir, sino disfrutar de lo que ya tenemos mientras trabajamos para mejorarlo.
  En conclusión (muchas veces me he preguntado como algo tan horriblemente hipster puede ser tan condenadamente cierto):


La estafa (II)

    Madre mía.  Es incluso más guapo de lo que había pensado en un primer momento. Tiene el pelo muy oscuro y ensortijado, los ojos de un verde intenso, la nariz afilada y los labios perfectos. Parece el David de Miguel Ángel, además es altísimo. ¿Qué hace aquí? Supongo que también vendrá por la entrevista, pero ¿por qué querría alguien así trabajar como abogado del estado? Por lo que me han contado, no hay cosa más aburrida en el mundo, pero en fin, el resto de los mortales estamos condenados al aburrimiento. Sin embargo él podría ser actor o modelo, no tendría por qué vivir una vida tediosa rodeado de papeles, cuentas e información sobre el gobierno. Tal vez también sea un cerebrito de estos que se saben la constitución de la A a la Z y tiene un talento natural para el derecho y los juicios. Quién sabe. De cualquier manera, seguro que es un creído prepotente que ni siquiera se digna a hablar conmigo. Bah, que haga lo que quiera. Tampoco es tan impresionante, y muy probablemente sea un borde monumental.
   De repente, se sienta a mi lado y se quita la chaqueta del traje, dejando entrever unos bíceps dignos de admiración. En la muñeca izquierda luce un reloj de plata impoluto, idéntico a uno de los Rólex de la lujosa tienda en la que me paré antes. Se estira en el sofá de la oficina como si fuera lo más natural del mundo y me dedica una sonrisa enternecedora.
- Eres Miranda, ¿no? ¿Estás aquí por la vacante que ha salido?- asiento con la cabeza, tímida- Yo también, no sabes lo que me ha costado llegar aquí, ¡me he perdido cuatro veces! Esta ciudad es muy liosa, la verdad, nada que ver con París, es mucho más simple y todo es fácil de encontrar. Pero qué se le va a hacer, ahora estoy aquí, intentando conseguir un puesto de abogado al lado de una belleza española. Tampoco me voy a quejar.
    ¿Perdón? El hombre más guapo (y hablador) que he visto en toda mi vida me acaba de lanzar un piropo? ¿A mí? ¿A un saco de patatas sin solución que no es capaz de maquillarse sola ni andar más de dos metros con tacones?
    Me recuerdo a mí misma que ahora soy la nueva Miranda, y es natural para la nueva Miranda recibir adulaciones de Mister Increíble. Cada vez me gusta más ser la nueva Miranda.
    Sonrío sin dificultad y decido ser encantadora:
- ¿París? Vaya, me encanta esa ciudad, solía ir mucho cuando era más joven. Paseaba por el Sena, visité Notredame y, cómo no, el Louvre, ¡qué museo más interesante!- Como si hubiera pisado París en mi vida. Por suerte, mi amiga Carla nació allí y me ha contado miles de historias sobre la "Ciudad del Amor". Si todos los franceses son tan agraciados como mi nuevo amigo Gabriel, ya sé a que le debe París su segundo nombre.
- Ah, el Louvre, es precioso. Pasé gran parte de mi niñez en ese museo, me fascina la magia que encierran sus paredes, es como si te quedaras atrapado dentro y no pudieses salir.
  Suspira melancólico y me siento obligada a comentar su nostalgio.
-Sí, mmm... es muy bonito, pero casi prefiero el Prado. ¿Lo has visitado ya?
  ¡Qué buena! Cambiar de tema a uno más conocido pero igualmente "culto e interesante". Puntazo para la nueva Miranda.
- ¡Claro que sí! Llevo ya casi tres años en España, estudié aquí el máster de Derecho Internacional, en la Universidad Autónoma, ¿la conoces?
- Sí,sí. ¡Yo también estudié allí! Pero hice el máster Europeo.
- En serio, ¿de Derecho?
- Sí, claro.
- Qué curioso, ahora que lo pienso, me suena verte por el campus de vez en cuando. ¡El mundo es un pañuelo!
    ¿Hemos estudiado juntos? A ver, razonemos: es completamente imposible que haya estado más de un año a menos de cien metros de alguien tan escultural y no me haya percatado de su presencia. Además, ha dudado un pelín antes de "reconocerme", como si se lo estuviera inventando.
   Aparto ese desconcertante pensamiento de mi mente en cuanto un individuo bajito, rechoncho, canoso, con una espesa barba blanca y aspecto bonachón irrumpe precipitadamente en la sala. Parece uno de los enanitos de Blancanieves.
- Disculpen la tardanza, señores míos, soy Alfredo Diéguez, director y propietario de "Abogados Diéguez" obviamente, aunque ahora que tenemos que trabajar con nuestro querido gobierno las cosas no están tan claras, me temo, pero ese es otro tema. Pasen a mi despacho, por favor.
    Gabriel y yo intercambiamos una mirada divertida, ¡qué personaje más dinámico! Le seguimos precipitadamente y llegamos a un cuarto bastante más pequeño que la sala de los sillones pero no menos acogedor. Las paredes están tapizadas con madera y de ellas cuelgan cuadros barrocos, nada parecidos a los anteriores. Cerca de la ventana hay una enorme mesa de madera de roble, y sobre ella reposan un diminuto ordenador MAC y un montón de papeles. Nos sentamos en dos sillas de cuero, idénticas a la del señor Diéguez, que refunfuña sobre el tiempo, la crisis, los políticos, su mujer, los políticos de nuevo y varios temas más.
   - ¿No deberíamos hacer la entrevista de individualmente?- pregunto, extrañada.
El director me mira como si estuviera loca y responde airadamente:
   - ¿Entrevista? No vamos a hacer ninguna entrevista, ¡qué tontería! Ustedes dos ya están contratados, por eso les hemos hecho venir hoy, para explicarles las normas y lo que van a hacer durante los próximos meses. Van a trabajar juntos en el caso Crème, estoy seguro de que ya lo conocen por los periódicos. Pues bien, Claire Charron, la directora de "la Banque d'aujourd'hui", nos ha contratado para realizar la acusación contra Jaime Alberola, el empresario que robó los diez millones de euros a su banco. Por supuesto, nuestro bufete nunca ha perdido ningún caso y confiamos en que el listón no esté muy alto para ustedes. Señor Perrin, como experto en derecho francés, usted estudiará la situación desde el punto de vista legal galo; y usted,señorita Herrero, se centrará en el español. El sueldo es de dos mil quinientos euros al mes, si ganan el caso tres mil. Tienen derecho a veintisiete días de vacaciones al año y una cesta por Navidad. Como supongo que ya sabrán, toda su investigación es secreto profesional y si se filtra algo corrren ustedes riesgo de despido. Asumo que aceptan el trabajo. ¿Alguna duda?
    Mi nuevo compañero y yo volvemos a mirarnos, esta vez perplejos. ¿Ya estamos contratados? ¿Por dos mil quinientos euros al mes? ¡Pues claro que acepto el trabajo! Gabriel parece leerme la mente, porque suelta una risita nerviosa y pregunta:
  - ¿Dónde hay que firmar?

domingo, 8 de septiembre de 2013

La estafa (I)

    Me despierto con el agobiante y misteriosamente cercano pitido de un claxon de camión. Medio mareada, abro los ojos poco a poco y tiento el interruptor de mi lamparita de noche. La luz tenue que tanto me suele gustar parece clavárseme en los ojos y me obliga a cerrarlos de nuevo. A ciegas, conecto el móvil y la melodía de mi alarma empieza a sonar a todo volumen. Una vez recuperados todos mis sentidos consigo apagarla y me doy cuenta de que ya son las ocho y media. No está mal.
    Bueno, hoy es el día. Llevo dos meses esperando este momento y he imaginado miles de veces todo lo que podría suceder. Creo que conozco todas las formas posibles de arruinar mi futuro, pero también cómo evitar que esto ocurra. En fin, eso espero. Al subir la persiana me percato de la enorme cantidad de ropa desparramada encima de la silla de mi escritorio; debería haberlo recogido todo ayer pero gracias a los nervios se me olvidó por completo. Afortunadamente la falda negra parece estar en la superficie del montón y la rescato con facilidad. Acabo de levantarme, así que tardo más de cinco minutos en abrocharme los botones de la blusa que me regaló mi madre especialmente para que la estrenara hoy y corro a la cocina a desayunar.
    Rápidamente, me preparo un café con leche y unas siete cucharadas de azúcar y engullo un para de galletas. Por favor que no se me manche nada, pienso, y Dios sabe cómo, lo consigo. Después de lavarme los dientes, la cara y todo lo lavable que quede me calzo con mucha dificultad los stilettos negros que, cómo no, también me compró mi madre. Nada más ponerme de pie me caigo y refunfullo con rabia. Odio llevar tacones, y faldas, para el caso; pero como "la ocasión lo exige y así daré una mejor impresión y bla bla bla..." no me queda otra opción.
   Suelto un par de tacos pero consigo ponerme en pie y alcanzar el armarito donde guardo mis llaves. Las meto en la cartera junto con el currículum y el resto de información absurda que me obligan a llevar y salgo a la calle.
   Es un día cálido de Septiembre y una agradable brisa de viento me trae el olor de los pasteles de la panadería más cercana. Debería haber desayunado más. Avanzo un par de metros y veo por el rabillo del ojo mi reflejo en un escaparate. Comparada con mis pintas habituales, no estoy nada mal. Llevo el pelo suelto, liso y parece más rubio de lo normal. Los labios me brillan ligeramente y mi reloj de muñeca plateado no tiene nada que envidiar a los Rolex de la tienda en cuyos cristales me estoy observando. Sinceramente, tengo aires de profesionalidad. Yo me contrataría.
   Suelto una carcajada ante mi último pensamiento y de repente me doy cuenta de que no estoy casi nerviosa. Solo quedan quince minutos para la entrevista y probablemente ya debería estar en el bufete, esperando impaciente a que me llamen. Pero en lugar de eso me encuentro a dos manzanas, caminando alegremente, más tranquila de lo que he estado en semanas y sonriendo ante la visión de un joven guapísimo que pasa canturreando por la acera de enfrente. Lleva puesto un traje con corbata tan elegante como mi falda negra, sin embargo, al contrario que yo, parece rebosar de naturalidad y optimismo. Yo me siento disfrazada.
    Sacudo la cabeza e intento convencerme a mí misma de que no, eso está mal, no estoy disfrazada, esta soy la nueva yo, la nueva Miranda; la nueva Miranda ha dejado los vaqueros rotos con botas militares de lado y ahora lleva faldas de tubo con tacones altos que le sientan genial y le hacen parecer profesional y experimentada, porque la nueva Miranda es muy profesional y experimentada. Obviamente.
   Sigo caminando sin prisa hasta que estoy enfrente del edificio del bufete. Lo pone bien claro en el telefonillo, sí, sí, al lado de "7º A". Uf, respiro hondo y llamo al timbre. A los dos o tres pitidos una voz de mujer estresada pregunta mi nombre.
- Miranda Herrero, tengo una entrevista con el señor- ¿cómo se llamaba?- ... Diéguez a las nueve y media.
    La escucho ojear unos papeles y responde rápidamente con un cortante "Pase".
    Empujo la pesada puerta del portal y me dirijo al ascensor, pero por más que apriete el botón no viene, ni se ilumina ninguna lucecita como sucede en el de mi piso. Poco a poco, los nervios se van apoderando nuevamente de mí. A falta de otra opción, decido subir los siete pisos de escaleras y acabo cansadísima, además de con una horrible sensación de inquietud en el estómago.
    Al llegar a mi destino, la señora mayor a la que debía pertenecer la voz que me atendió antes me abre la puerta. Lleva un cartelito con su nombre en la chaqueta: "Adela Martínez".  Entre lo encorvada que está ella y mis zapatos nuevos, le saco dos cabezas. Me mira escéptica de arriba a bajo, pero al final parezco gustarle, porque me obsequia con una media sonrisa y me conduce hacia una amplia sala repleta de sillones.
- Espere aquí, por favor, enseguida vendrá el señor Diéguez.
    Le doy las gracias y observo detenidamente la habitación. Aparte del comodísimo sofá que estoy probando ahora mismo, hay otros cuatro butacas de cuero y un sillón giratorio. La pared de enfrente es prácticamente un ventanal con vistas a Serrano, una de las calles más exclusivas de Madrid. A mi alrededor cuelgan cuadros  de Picasso, Goya y uno de artista indefinido, aunque intuyo que es obra de Pollock. Al lado de una mesita con orquídeas y otras flores preciosas, se esconde un discreto tocadiscos que no parece estar en su mejor momento, pues ha perdido todo el brillo y el enorme disco negro está cubierto de polvo. Me pregunto qué tipo de música será. Disimuladamente me acerco y me inclino todo lo que puedo para leer el título, pero al soplar el polvo me da un ataque de tos y regreso a mi confortable e inofensivo sofá entre carraspeos para nada femeninos.
   Antes de que pueda recuperarme, suena el timbre y Adela se apresura a abrir la puerta. Sin que ella tenga que decir nada, escucho perfectamente como una seductora voz de hombre se disculpa por el retraso y se presenta como Gabriel Pegan, o tal vez Perrin, porque tiene un ligero acento francés. En fin, espero que no tenga muchas posibilidades para conseguir el puesto, porque yo definitivamente lo necesito.
    Me siento todo lo derecha que puedo para dar impresión de confiada, como si ya supiera que me van a contratar. Pero toda mi fachada se derrumba cuando veo entrar al mismo chico que vi antes en la calle, solo que ahora tiene un ligero rubor en las mejillas tras subir todos los pisos de escaleras y está aún más atractivo, si cabe. Para colmo, se me acerca con una sonrisa que muestra dos filas perfectas de dientes perfectos y me tiende una mano perfecta repitiendo su nombre.
  - En.. Encantada.

Venecia, Venecia, Venecia

    Hace poco, tuve lo oportunidad de pasar un fin de semana en la cuna del arte, la religión y los monumentos: Venecia. Admito que, pese a ser un culo inquieto, no he visitado demasiadas ciudades a lo largo de mi vida, pero esta increíble villa italiana se hizo un hueco enseguida entre mis favoritas.
    Hay tantas maravillas que contar y describir que aún no sé por dónde empezar; así que voy a dividir la entrada en cuatro apartados que corresponden a los detalles que más me llamaron la atención.
    1. El arte callejero:
  Nunca antes había visto tantos músicos, pintores e incluso escultores exhibiendo y realizando sus obras en plena calle, muchos de ellos sin fines económicos. Además de los típicos mendigos que cantan o tocan algún instrumento, había niños y mayores entonando melodías por todas partes, muchos rechazando el dinero que les daban los turistas. No hay avenida, calle o callejón en la que se pueda escapar de las notas musicales. ¡Venecia está inundada de música! También vimos muchísimos pintores que vendían sus cuadros de la ciudad (carísimos todos, por cierto) y otros que simplemente se sentaban en los escalones de alguna Iglesia e intentaban plasmar sobre papel la grandeza que tenían delante. Lo más interesante era ver los bocetos que hacían algunos turistas, pues la mayor parte no se parecían en nada. Era como estar observando la ciudad desde diferentes ángulos, cada uno bello a su manera. Los colores brillantes y las melodías alegres llenan Venecia de optimismo y hacen que visitarla sea mucho más ameno y entretenido.

    2. El agua:
  Y no precisamente la de beber; más bien me refiero a los canales que surcan la urbe y hacen que perderse sea más que facilísimo, pero a la vez le dan un encanto especial a la ciudad. Aparte de Brujas, en Bélgica, no hay muchas otras localidades en el mundo tan "llenas de agua" (como comentaban unos americanos que nos encontramos en el tétrico Puente de los Suspiros entre risas). Los canales, las islas, el Adriático y por supuesto los gondoleros, sobre todo los que van cantando el "O sole mio", hacen que Venecia se única y mucho más dinámica que otras ciudades europeas.



    3. Las máscaras:

  Como buena turista que soy, visité todos los tópicos; San Marcos, el Palacio Ducal, La Fenice... ¡y las tiendas de productos típicos! Mientras que en España lo que sueles encontrar en este tipo de establecimientos es comida en aceite y si tienes suerte delicioso chocolate (cuidado, que no me estoy quejando :D), en Venecia había preciosidades de cristal de Murano, disfraces y máscaras. Dudo mucho que quedara alguna máscara que no me probara yo, pero es que eran, bueno y son, porque me he comprado dos, tan elegantes, refinadas y... preciosas que no me pude resistir.
¡Os dejo una foto de mi favorita!



   4. La comida:

  Cómo no, hay que tener en cuenta que estamos hablando de Italia y es imposible hacerlo sin mencionar il gelati (por si acaso, los helados). Los había de incontables sabores, bastante más baratos que en España y mucho más ricos, aunque sigo prefiriendo los de Konstanz, Alemania, la verdad. Y la pasta, bueno, estaba buenísima, cierto, pero acostumbrada como estoy a ir al Gino's y a comer pizza o gnoccis todas las semanas tampoco me emocionó tanto. En fin, dejando aparte mis costumbres y preferencias solo hay algo que pueda decir sobre la comida en general: ¡Mamma Mia!


sábado, 7 de septiembre de 2013

Mi alien

   No puedo más. Estoy harto de que me digan lo que tengo que hacer, adónde debo ir y con quién debo juntarme. Deber, deber, deber. ¿De qué me vale llevar una vida "perfecta" si no la disfruto? ¿Es que tengo que vivir para los demás en lugar de para mismo?
    Enfadado con el mundo en general, salgo de casa dando un portazo. En la calle hace frío, y el viento helado parece rasgarme la cara con cada paso que avanzo. Pero me da igual. Solo necesito salir de aquí, de esta ciudad, o incluso de este mundo estúpido y vivir mi propia vida; tomar mis propias decisiones. Se acabó.
    No se me ocurre qué más hacer, así que hecho correr. Paso por la panadería donde compramos esas palmeras tan secas todos los domingos; veo de refilón a mi amigo Carlos, que hace ademán de saludarme, pero empiezo a correr más rápido para escapar de él. Eso es lo que necesito un vía de escape, una salida, un billete de ida a una vida mejor. Sigo trotando velozmente por las calles congeladas mientras empiezo a tramar planes de futuro, cada cual más descabellado.  
    Podría irme a vivir a Berlin y trabajar de camarero para salir adelante. Tal vez Nueva York tampoco estaría mal, ¡pero está demasiado cerca! Brasil, eso es, Brasil es perfecto. Viviría en Río, me ganaría la vida como pudiera y me establecería allí definitivamente. Sí,sí, eso es lo que haré. Tengo dinero suficiente para comprar un billete de avión, ¡de sobra! En cuanto llegue a casa lo contaré. Uf, pero solo con pensar en casa, en lo que debería ser un "cálido hogar lleno de buenos recuerdos", como dice mi madre, se me nubla la vista. Menos mal que en Brasil todo es colorido, especialmente en Carnaval, pero también en Enero, Septiembre, Mayo y todos los demás meses. Qué buena idea he tenido, no se me podría haber ocurrido en lugar mejor para fugarme, allí seré completamente libre, no me encontr- PUM.
    Caigo al suelo con un golpe seco, creo que me he tropezado con una baldosa suelta y me duele absolutamente todo. No tengo fuerzas para levantarme y me siento como la protagonista del cuento de la Lechera, cuyos sueños se derrumbaron como un castillo de arena en la playa. ¿Acaso nunca nada me va a salir bien? ¿Ni siquiera soy capaz de correr sin caerme? Vaya mierda de vida.
     Me froto el cuello como puedo y noto un hilo de sangre deslizarse por la camiseta blanca. Ahora sí que no puedo más y me echo a llorar en mitad de la calle. Como si a alguien le importara. Es obvio que estoy destinado a morir solo, triste y a ser posible pronto, porque no tiene ningún sentido sobrevivir para sufrir, en un mundo que me odia, me desprecia, me....
    - ¡Madre mía! ¿Estás bien? Dios, estás sangrando. Tienes que ir al hospital; venga, venga, dame la mano que te ayudo.
    Delante de mí hay una chica algo más joven que yo, con pelo corto teñido de azul y grandes ojos castaños. Me mira preocupada y parece instarme a ponerme de pie; pero no oigo lo que dice. Me quedo ensimismado mirando como se mueven sus finos labios cuando habla y como tiemblan sus manos al ver la sangre. Es hipnótica.
    Acepto su ayuda y me levanto poco a poco, pero aún no consigo pronunciar ni media palabra. De mi boca solo sale un gruñido de dolor y tengo ganas de tirarme al suelo otra vez, pero entonces la veo mirarme angustiada y esbozo media sonrisa tranquilizante. Ella me corresponde con otra, a través de la cual observo unos dientes torcidos pero muy blancos. Su prominente nariz se acentúa aún más y, de nuevo, no puedo dejar de mirarla. No puedo.
    La sigo lentamente y noto como, por algún extraño fenómeno, la calle parece más colorida, como si todo fuera resplandeciente. Tal vez sea por el azul oscuro de su pelo y simplemente por su sonrisa, pero estoy seguro de que tiene que ver con ella.
    Mis pensamientos empiezan a ser más racionales y me doy cuenta de dónde estoy, a pocas manzanas de mi casa. Y yo que quería irme a Río. Camino a su lado y me percato de lo bajita que es, desde arriba parece frágil y vulnerable, pero sobre todo es preciosa. Sin ninguna duda.
   No tiene nada que ver con las despampanantes mujeres que aparecen en las revistas de mi madre, altas, delgadas, y rubias, todas iguales. Ella es diferente, ella... ¿cómo se llama?
    - Soy Diego- digo con las pocas fuerzas que he conseguido reunir.
    - Yo Lucía, encantada- me sonríe.
   Lucía, jamás un nombre me había sonado tan musical, como a gloria. Lo tarareo en mi cabeza y cuantas más veces lo susurro, más me parece de otro planeta; como si en este no hubiera suficiente belleza como para crear una palabra tan perfecta. Definitivamente, es un alien. Mi alien.