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martes, 24 de diciembre de 2013

Historia de un Reino

    Había una vez un príncipe muy grande con una cabeza muy pequeña que vivía en un castillo muy normal.
    Todas las mañanas, al levantarse, se daba con el techo en la cabeza, y los gemidos de dolor que salían de su garganta ya funcionaban como despertador entre sus súbditos. Refunfuñando, se levantaba, con mucho cuidado de no golpearse más; pero como acababa de despertar aún estaba adormilado y no podía evitar lastimarse con todas las puertas que encontraba a su paso. A cada zancada, sus gruñidos se hacían más fuertes, ¡no dejaba dormir a nadie! Molestos, sus criados se resignaban a aguantar sus aullidos, conscientes de que no podrían descansar más.
   Cuando, más tarde, llegaba la hora de levantarse en el castillo, el enorme príncipe ya llevaba mucho rato dando vueltas en los pequeños salones, chocando con todo lo que encontraba en su camino y gimiendo de dolor y de rabia con cada golpe. Era muy molesto, eso seguro, pero también era un príncipe, pensaban los que le rodeaban. "Tenemos que respetarlo", murmuraban fastidiados cuando el príncipe pasaba a su lado, haciendo ruido y destrozándolo todo a su paso. Pero más que respeto, lo que sentían hacia el príncipe era miedo. Sí, sí, el más profundo pavor que podían sufrir ante nadie: no solo era todopoderoso en la región y podía ordenar torturas, ejecuciones y cualquier cosa que se le antojara sin restricción; sino que además su imponente tamaño y sus malos humos podrían asustar hasta al más valiente de los leones.
    Por eso callaban siempre, guardándose las réplicas para sí. Solo los más valientes se atrevían a comentar su malestar con el resto de los súbditos, ¡y no pocas veces había caído alguien al escuchar un espía la más mínima queja contra el monarca!
    Por suerte para el príncipe, fuera del palacio no se sabía nada de sus métodos. Sus cómplices les contaban a las gentes del reino que el soberano solo vivía para protegerles contra una bestia, malvada y feroz, que nadie jamás había visto. Los pobres ciudadanos que vivían fuera del alcance del príncipe eran los más incultos y los que menos conocimientos tenían: no habían estudiado, habitaban en la miseria y comían lo que encontraban en los alrededores del castillo. Los mandatarios, pues así eran conocidos en las calles los encargados de ejercer la voluntad principal, seleccionaban a los más inteligentes y les llevaban a palacio, bajo la promesa de una vida de riquezas, cerca de su amado señor. La mayoría aceptaban, ¿cómo no iban a hacerlo? Pero no volvían a ver jamás a sus familias, no se les permitía salir del castillo. Para ser fieles a la verdad, tenemos que admitir que los residentes de la fortaleza sí llevaban una vida mejor que sus necesitados compañeros; sin embargo el verdadero objetivo de los mandatarios al trasladarles no era aprovechar su intelecto para mejorar la vida de los demás, ¡claro que no! ¡Lo que hacían era atontarles, robarles todo rastro de ingenio para impedir que se tornaran contra el príncipe!
    Y, a decir verdad, funcionaba. Nadie jamás se había rebelado, a nadie parecía molestarle la tiranía a la que vivían sometidos; se quejaban en silencio, ¡ay del que no fuera lo bastante discreto para sobrevivir! Solo en el palacio se oía hablar de conspiraciones contra el soberano, y la mayoría solo eran rumores que se inventaban los espías para descubrir posibles rebeldes y eliminarlos. Fuera de la residencia real, se adoraba al príncipe como a un dios. Las gentes lo consideraban su salvador, su protector contra el enemigo, su amado patrón. En las sucias callejuelas de las ciudades, los caricaturistas retrataban al príncipe en toda su grandeza, los músicos le dedicaban canciones aduladores y los comerciantes besaban las monedas que llevaban acuñado su rostro.
    Aunque nunca lo había visto, pues el jerarca no solía salir de su palacio, donde se reunía con sus encargados, comía, bebía y se reía de todo el que podía; la población se encontraba en un estado de trance amoroso por su soberano que ya se mantenía durante siglos. Mientras que el resto de estados del mundo conocido habían realizado numerosos avances técnicos, sociales, culturales y se habían deshecho de figuras equivalentes al príncipe de nuestro reino; en esta comarca hacía ya más de mil años que nada cambiaba. Ni la pobreza, ni el hambre, ni las injusticias ni el totalitarismo se habían modificado ni un ápice. Pero como nadie sabía nada de lo que ocurría al otro lado de las fronteras, ¿qué iban a hacer? ¿Esperar algo mejor? ¿Y qué podía ser mejor que honrar y servir eternamente al más honroso señor jamás habido? Nada, por supuesto.
   Pese a todo, un buen día, un pequeño chico de apenas trece años, recién llegado a palacio, se tropezó. Sí, sí ¡se tropezó! El pobre no podía atarse el zapato izquierdo y, al agacharse, resbaló en el reluciente suelo y acabó rodando a los pies del monarca. Todos a su alrededor se quedaron boquiabiertos de espanto, cómo se atrevía un renacuajo así a caerse delante del príncipe. Esperando lo peor, muchos tornaron la vista, pues ya habían visto (y sufrido) demasiadas torturas a lo largo de su vida. Pero al pobre muchacho, inconsciente de lo que era capaz su alteza, ya que solo conocía las historias que se contaban en las calles sobre su magnificencia y piedad, se agarró a los ropajes del monarca para ponerse en pie y murmuró un claro "lo siento", con una amplia sonrisa en su cara.
   Pero esta mueca no le duró mucho tiempo. Al tirar de la túnica del príncipe, a este se le había caído casi entera y, lejos del cuerpo inmenso que todo el mundo esperaba ver, aparecieron cuatro enanos, uno encima del otro, que perdieron el equilibrio rápidamente y cayeron al suelo de oro de la sala, causando un gran estrépito.
    Estupefactos, los súbditos palaciegos se acercaron poco a poco a esos extraños seres que durante tanto tiempo habían confundido por un colosal soberano, y, todos a la vez, se dieron cuenta del engaño del que habían sido víctimas. Curados como por arte de magia de su dañina ceguera, llevaron entre todos a los enanos a las mazmorras y corrieron por las ciudades a contar la verdad a sus habitantes. Se descubrieron los espías, los crueles mandatarios fueron expulsados y se eligió un nuevo monarca de entre los más preparados, que dedicó sus esfuerzos a mejorar el estado de su población y fomentar la educación, angustiado por la idea de que algo tan horrible como lo ocurrido con los enanos volviera a suceder. Al cabo de los años, hasta los más pobres y con menos acceso a la rica cultura del país eran capaces de juzgar por su cuenta si querían apoyar unas propuestas u otras, reafirmando sus derechos con cada paso que daban hacia el progreso.
    Lo hicieron tan bien, que ahora nadie se puede creer que un engaño tan espantoso llegara nunca a ocurrir y toman esta historia por cuento chino, ciegos de nuevo a las mentiras que les rodean.


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