Bienvenido a mi día a día y a mi escondite. Aquí encontrarás historias, reflexiones y un poco de todo lo demás, salpicado con motas de alegría y supervivencia.

lunes, 28 de octubre de 2013

No importa

     Y eso es todo. No hay más, no ha valido para nada. Llegas, lo haces lo mejor que puedes, entregas y te vas. Ya no puedes cambiar nada. Esos sesenta minutos de nervios extremos y escritura inteligible tienen que describirte. Representan lo que sabes, cómo estudias, si eres responsable o te pasas todo el día sin hacer nada. Cualquier mínimo despiste, causado por los nervios, por el desconcierto, porque no consigues concentrarte con los gritos del patio, porque estás pensando en él, porque en tu cabeza no paran de sonar tus canciones favoritas; cualquier error te define como una vaga, relativamente estúpida, incapaz de seguir las instrucciones del ejercicio. Y como no puedes hacer nada más, quedas como una tonta, impotente y ansiosa por demostrar que en verdad vales algo más que una nota.
    ¿A quién le importa lo que digas? Tienen sus papeles, con el margen que te han pedido que dejes para las correcciones, los bocetos con los colores necesarios e incontables fallos que van a bajar tu nota a la velocidad de la luz. Pero qué más da lo que digas, que lleves una semana sin dormir por el examen, que hayas estudiado como nunca y que no puedas estarte quieta de los nervios. Se supone que te tienes que quedar sentada, como siempre, hincando los codos un poco más, para luego tirar todo tu esfuerzo a la basura porque te has equivocado en una tontería. ¡Ah! Se siente. 
    Luego volverás a casa, sintiéndonte imbécil, porque de tanto repetirlo has acabado creyéndote tu propia estupidez. Ni siquiera tienes tiempo para llorar un rato porque tienes que prepara las clases del día siguiente y el próximo examen. Ese curso que empezaste con tanta ilusión, entusiasmada y segura de tus posibilidades se va desmoronando poco a poco sin que puedas hacer nada. Tampoco rebelarte ¿contra qué? En el fondo, sabes que necesitas estudiar y que es bueno para ti y para tu futuro. Tu futuro, tu futuro, tu Futuro. Todo se basa en una hipótesis mal formulada sobre la carrera que vas a elegir en los próximos dos años. Y cuando la acabes, ¿qué te queda? Con mucha suerte, un trabajo. Entonces todo habrá valido la pena, por supuesto, quién no quiere pasarse veinte años estudiando como una bestia, angustiado por cada mínimo detalle, para luego conseguir un empleo mal pagado en el que hay que trabajar aún más.
      No le encuentras sentido a nada y cada vez te cuesta más centrarte; necesitas hablar pero para qué vas a contarle a nadie lo que te pasa si tus amigos están igual de ansiosos que tú. Y  así todos los días, pasa una semana, dos, un mes, y sigues tragándote tus miedos y preocupaciones; ¡incluso lo que te ilusiona! Te recuerdas a ti misma a un robot, te sientes ignorada por todos, se te están juntando demasiados asuntos del colegio, de tus amigos, de él (que ha conocido a otra y te ignora por completo), de tu familia... Acabas llorando muchas noches, mas finges ser impasible y estar alegre, como si no te afectara.
     Pero en el momento en que te sientas frente al ordenador y ves las teclas brillantes listas para escribir, te sale la angustia a chorros y no puedes parar hasta que no has sacudido la última gota de indignación y tristeza que hay dentro de ti.
      Apagas, suspiras y guardas el móvil en el cajón porque no quieres ni verlo después de lo que ha pasado. Te metes en la cama pronto, por si mañana es un día mejor.


domingo, 27 de octubre de 2013

El cuadro

   No sabemos lo que tenemos hasta que lo perdemos.
   En principio, hay que reconocer que esta famosísima expresión que repiten constantemente las madres del mundo tiene algo de verdad: muchas veces, ni siquiera somos capaces de apreciar nuestros bienes, pero cómo lloramos cuando nos quitan cualquier cosa, por ínfima que sea.
    Sin embargo, yo creo que más importante y realista que esta afirmación, es que no sabemos lo que queremos, al menos en mi caso (no se vaya a ofender nadie). Y es que, hay gente que tiene clarísimo desde muy niño a que se quiere dedicar de mayor, y son capaces de todo para conseguirlo. Tienen un objetivo compacto ante los ojos, un camino que seguir, una meta que les da seguridad y les motiva a seguir adelante. Pero luego también hay otro enorme grupo de personas que se pasan la vida buscando incentivos, buscando ese propósito que tan obvio es para los primeros.
     ¿Cómo sabemos siquiera lo que deseamos? Únicamente sabemos lo que tenemos que querer. Desde pequeños, nos han orientado a estudiar "algo con muchas salidas". Pero ¡de qué valen esas "salidas" si no se adecuan a nosotros! Tal vez quieras hacer económicas para tener un buen futuro asegurado, con una esposa guapa a tu lado y un par de hijos que tengan buenas notas en el colegio. ¿Esa es tu vocación? Al menos desde fuera parece bastante vacía, como si se la hubieras robado a otra persona. También es posible que tengas la necesidad de sentirte bien contigo mismo, de demostrarte que en el fondo has hecho algo bueno por el mundo aparte de nacer, ganar dinero y morirte dejándoselo a tu descendencia para que se acuerde de ti. Y para éstos últimos existe la fantástica opción de ayudar en un comedor social un par de días al mes, para poder presumir de ello por toda la ciudad y desprestigiar a los que de veras están interesados en ayudar a los más desfavorecidos.
    Lo mismo ocurre con muchas ONGs o incluso trabajos comunitarios: sirven de "sacacuartos" y para hacer evitar que la gente se sienta inútil. Pero cuidado, no estoy diciendo que este sea el caso de todas las organizaciones de este tipo ni de todos sus socios o voluntarios, ¡ni mucho menos! La mayoría desempeñan trabajos admirables sin esperar prácticamente nada a cambio; a mí me encantaría trabajar en un centro de apoyo o de mayores en mi ciudad.
   El problema, por supuesto, reside en como se enfoca esta ayuda. Porque muchas veces, los donantes miran con superioridad a los más pobres, sintiéndose dioses recién bajados del Olympo al ayudarlos. Y eso por supuesto, por muy noble que sea el resultado de su colaboración (que esa es otra, pues no son pocas las organizaciones de beneficencia que se han visto inmiscuidas en casos de corrupción), deja mucho que desear sobre sus verdaderos fines.
     Ahora, volviendo al tema de que no sabemos lo que queremos, parece que me ha quedado una entrada bastante moralista (demasiado, diría yo). Pero tengo que añadir que todo lo que he escrito en referencia al ámbito profesional se aplica también en bastantes casos a las relaciones personales. Tenemos una idea bastante abstracta de como sería nuestra pareja ideal y buscamos alguien que se parezca un poco a esta ilusión que nos hemos creado; pero las más de las veces esa persona lleva algunos meses allí, apoyándote y haciéndote reír de una manera tan natural que ni siquiera eres capaz de darte cuenta de que su presencia no es normal en tu vida, de que ha cambiado algo. Solo te percates cuando, tras varias discusiones incómodas, parece que se ha cansado de ti y, de un momento a otro pierdes gran parte de su cariño. Aunque claro, tienes tantas cosas que hacer que no encuentras el tiempo para contárselo a una amiga que te pueda ayudar. Tienes que tragarte lo que sientes y poner buena cara, no vaya a ser que alguien se de cuenta y desvele tu secreto.
        En definitiva y por sacar alguna conclusión de este terremoto de palabras, no tengo ni idea de qué quiero. Únicamente hay un boceto hecho a lápiz en mi cabeza, me falta decidir los colores y el lienzo para poder colgar el cuadro en el salón.



   

viernes, 25 de octubre de 2013

La Estafa (V)

    No entiendo lo que ha pasado. Hace apenas una semana, me trataba con desprecio, me ignoraba completamente. Parecía odiarme. Y a mí me daba verdadero asco.
   Pero ahora todo ha cambiado. Es viernes por la noche, estamos sentados en uno de los restaurantes más caros de la ciudad, esperando a que nos sirvan la cena. Ayer fuimos a la bolera, anteayer me invitó a un helado gigantesco en el parque y el martes dimos un largo paseo después del trabajo. Es completamente absurdo. No sé cómo reaccionar, ni siquiera sé por qué respondo a sus atenciones. Hasta que dejo de comerme la cabeza buscando argumentos para no estar allí con él y le miro a los ojos. A esos profundos ojos azules que me observan y alcanzan lo más profundo de mi ser, como si siempre me hubieran conocido.
   Y entonces me doy cuenta de algo obvio, que nació hace poco tiempo. Me estoy enamorando de él.
    Carraspea y me sirve más champán exquisito de la botella que acaban de traernos. De nuevo, me dedica una sonrisa perfecta y me acaricia la mano por encima de la mesa. Se inclina un poco y me mira fijamente, como si intentara descifrar mis pensamientos.
- Gracias- dice.
   Le miro interrogante y me responde con un ademán de mano, llamando al camarero. Este asiente discretamente con la cabeza y se marcha apresurado de la sala. Al instante, regresa con un ramo de rosas gigante que me entrega sin vacilar. Todo el restaurante nos está mirando. ¡Dios mío! Me ha regalado flores ¡esto es una cita! Sonrío abiertamente a Gabriel, que me mira expectante, y sin perder un segundo, me levanto le beso en la boca. Es un beso largo, dulce, precioso. Cuando nuestros labios se despegan, los demás comensales nos aplauden y los dos nos ponemos un poco rojos.
     Me agacho ligeramente y le susurro que nos vayamos, que ya no tengo hambre, que quiero estar con él y solo con él. Me coge de la mano y, juntos, huimos del establecimiento para acabar corriendo por la calle. Felices.
- Gracias- repite-, por esta semana mágica.
    Más allá de sus palabras, es su mirada, el brillo de sus ojos lo que más me impone. De alguna manera que no logro definir con palabras, parece atravesarme, ver lo que hay dentro de mí, ¡conocerme! Pero si no me conoce, qué estoy diciendo, apenas hace 20 días que nos presentamos.
¿Y qué? ¿No hablan las canciones de amor a primera vista? Pues ya ésta. Que le quiero.
-Te quiero- susurro, sin pensar. ¿¡Pero qué he hecho!? ¿Qué va a pensar ahora de mí? Siento como la sangra inunda mis mejillas, debo estar más roja que un tomate; hasta que, en el momento perfecto, Gabriel se acerca a mi lentamente y me besa en la boca. Interminable y a la vez instantáneo. Como nuestro amor. Como nosotros.
-Te quiero- afirma él también con decisión, sacándome de mis peores temores.
   Y entonces todo me da vueltas, solo me importa Gabriel, sus brazos fuertes que me rodean y no me dejarán caer, su boca con sabor a chocolate por la tarta que acabamos de compartir, su pelo suave y rizado. Él. Y yo. 
   Nosotros.

jueves, 10 de octubre de 2013

Fin

    Tiene calor.
    Diego se seca el sudor de la frente con una mano y sigue avanzando por la concurrida avenida de los cerezos. Ahora que se fija, todo el mundo a su alrededor va acompañado. Menos él mismo, claro. Todos van en parejas o pequeños grupos, incluso se ve una aglomeración de gente a lo largo de la calle. Probablemente sea una manifestación. Bah, como si a alguien le importaran sus estúpidas protestas. Los transeúntes parecen felices, preocupados, tristes, enfadados, emocionados, nerviosos... parecen personas reales con alegrías y problemas que solucionar. Personas que sienten, y que sufren. Pero su sufrimiento no está justificado, a diferencia que el de Diego. Sabiéndose mejor que los demás, los mira con indiferencia y una pizca de compasión. Sí, tiene que admitirlo, le dan pena; sobre todo porque sabe que él antes también era así. Era un mero envase vacío: comía, bebía, dormía, estudiaba, ¿para qué? ¿Qué ganaba con eso? Nada, rien, اللا وجود. Ahora sí que valía para algo, tenía una función, un sentido en la vida, ¡un sentido importante! Cada día se alegraba más de haber conocido a Marcos. 
     Había sido un chico corriente, como él, pero decidió entrar en la fundación junto con su novia hacia ya más de cinco años. Diego le conoció en un parque, mientras paseaba a su antiguo perro, Dufo. Qué nombre más estúpido para un perro. Dufo. ¿Cómo había podido ser tan imbécil? Gracias a Marcos ya no es así. Se alisa la camisa, palpando suavemente el complicado mecanismo que lleva debajo. Nota cada esquina, cada tubo, cada cable. Sigue el camino de los alambres poco a poco, hasta llegar a su manos derecha, donde tiene el botón. Lo acaricia con suavidad, es su mayor tesoro, su salvación.
    Y de las cien personas que estén a su alrededor cuando llegue el momento. Marcos no vendrá, ni su novia, cuyo nombre ya ni siquiera recuerda. Ahora sólo puede pensar en un nombre, el de Dios. Sabe que está orgulloso de él, de sus progresos. ¿Y qué mejor final que el de un mártir? Ninguno. Se convertirá en ídolo, en profeta, en tótem. Será adorado y respetado durante muchas generaciones, otros seguirán sus pasos, será un ejemplo para ellos.
   Tiene calor.
   Está sudando mucho, se acerca el momento. Respira estos últimos segundos de aire puro y baja las escaleras del metro apresurado. Espera nervioso, y, por fin, llega su tren. Se monta en el vagón más concurrido y espera a llegar al túnel planeado. Cierra los ojos y murmura una última oración para pulsar con suavidad el botón que lleva un año llamándole a gritos.
    Fin.